Vidrios rotos
Pensar en los recreos de mi época de escuela es acordarme de vidrios rotos. Pero eso era el final de una costumbre inexplicable, aunque placentera, que teníamos con Camilo, mi mejor amigo en esa temporada de la vida.
Siempre y cuando no era el recreo de misa, mientras casi todos nuestros compañeros corrían despavoridos a ganar cancha para el fútbol, con el Camilo, y a veces el Miguel, recorríamos los bordes del colegio, las paredes que nos separaban de las casas vecinas, en busca de ventanas para romper.
Había una especial, que era rectangular, algo oscura, quizá de un baño o de una habitación poco importante en una especie de edificio que estaba al lado del estadio del colegio. Era nuestra obsesión porque formaba parte de la mismísima muralla que dividía ambas propiedades, es decir, estaba adherida al hormigón gris de la pared. Supuestamente era un blanco fácil, pero fueron algunos meses los que nos llevaron a lograr destruirla, lanzando, una y otra vez, cientos y miles de piedras.
Haber conseguido ese objetivo significó también el final de nuestro inexplicable pasatiempo, porque tal vez el vecino de ese edificio tuvo la paciencia de esperar que estallaran esos vidrios para ir reclamar en el rectorado del colegio. Obviamente, nuestros papás pagaron la reposición de la ventana e intentaron entender de dónde surgía aquel espíritu vandálico de nuestros primeros años de vida.
Han pasado unos treinta años y puede ser que tenga la respuesta. Porque todavía siento placer de romper vidrios, quizá ya no ventanas, ni siquiera cristales, pero sí transgredir puntos de vista a los que me llegó a acostumbrar, como la ventana en la pared del estadio, muy habituales, muy rectangulares, muy monótonos, tentándome siempre a destruirlos, bajo el riesgo de tener que pagar algún precio, incluso ahora que mis papás ya no se harían cargo.
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