Tengo un conflicto de fe
Hace unas dos que tres mañanas me levanté para ir a trabajar y comencé a rezar un padre nuestro. A la mitad de la oración me dije: estoy rezando. Es decir, estaba actuando por inercia. Ese automatismo que me provoca la costumbre religiosa, inculcada por mis papás desde que tengo uso de razón y reforzada durante doce años en el Intisana.
Y para ratificar que el inconsciente, a veces, mueve los hilos de mi voluntad, ese mismo día pasé manejando por afuera de la iglesia a la que fui quinientas mil veces en treinta y cuatro años de vida, y me santigüé. Eso lo hacía siempre, porque alguna vez le vi hacer eso a mi mamá y desarrollé el hábito.
Así que ahí se produce el conflicto de fe. Porque siento que he actuado contra mi voluntad durante muchos años, alimentado por la superstición que te instala la iglesia durante toda la vida. La superstición de que si no eres un buen devoto de Jesús, de María, de Dios, tu destino puede ser un purgatorio de infinitas penitencias o un infierno de eternos arrepentimientos. (Inicio "Dios" con mayúscula, precisamente, porque la superstición me dice que no puedo menospreciar al ser divino, mencionándolo solo como dios).
Lo que sostiene a esa creencia infundada es el sentimiento de culpa, mitificado desde la leyenda de Adán y Eva, quienes pecaron y nos condenaron a esta vida en la tenemos que acostumbrarnos a pedir perdón por casi todo. Es que existen diez mandamientos que atraviesan la vida con un aire de advertencia, con la insinuación de que si evadimos esas reglas "no seremos dignos" de entrar al cielo, también conocido como paraíso.
"En el Antiguo Testamento, jardín de delicias donde Dios colocó a Adán y Eva", dice el diccionario como la primera definición de paraíso. "Cielo, lugar en que los bienaventurados gozan de la presencia de Dios", dice la segunda acepción. Pero qué bueno que el tercer y cuarto significados profanan esas dos definiciones "divinas":
3) "En un teatro, gallinero".
4) "Sitio o lugar muy ameno".
Así que el paraíso no solo es el destino ideal hacia el que cada católico o católica ferviente busca encaminarse con "buenas obras", "santificando el trabajo", "arrepintiéndose de sus pecados", "amando a dios sobre todas las cosas", entre otras frases célebres que ahora mi memoria menciona desde ese rincón donde conserva recuerdos impregnados por costumbres como la de haber intentado ser católico. Porque lo mío fue un intento que no resultó, sino no estaría ahora cuestionando todo esto. Sino seguiría yendo a misa todos los domingos, solo por ir, porque nunca presté atención plena a lo que sermoneaba el cura. Porque rezaba como si cantara una canción de memoria, pero sin reparar en lo que estaba diciendo.
Sí, muchas veces también estaba consciente de lo que decía y de lo que pedía a ese ser imaginario que podría ser dios, así como la virgen o uno que otro tío o una de mis abuelitas, a quienes menciono cuando rezo por inercia. Y casi siempre, además, me sale un "Ángel de la guarda, mi dulce compañía..."; casi siempre que estoy saliendo de mi casa en las mañanas, porque espero que no me pase nada malo en la calle, sobre todo, aunque ya sobreviví a dos violentos asaltos y en tiempos cuando todavía rezaba.
El otro día conversábamos con mi mamá sobre el Alzheimer. Esa maldita enfermedad que convierte a la cabeza en una cueva que almacena pocos y desordenados recuerdos, de donde no se puede escapar. Y entonces, yo dije que se puede evitar aquel encierro incontrolable, con la simple decisión de evitarlo. ¿Cómo? Sencillamente, expresando el deseo de interrumpir la existencia. Porque con la memoria detenida, desde mi perspectiva, es mejor no insistir en lo que sería una triste degradación progresiva del ser. En otras palabras, optar por la eutanasia puede evitar muchos sufrimientos innecesarios en la etapa de ancianidad.
Pero mi madre no estuvo de acuerdo. Sin dudar ni un segundo, ella dijo que eso no es posible, porque solo dios decide cómo, cuándo y dónde va a morir una persona. Palabras más, palabras menos, ella aseguró que “nadie es dueño de la vida de nadie, ni siquiera de la propia. Solo Dios”.
Lo veía venir, obviamente. Porque su convicción católica es parte de su esencia. Eso significa que tiene entregada su vida a dios, con la compañía de mi papá, quien igualmente profesa una religiosidad intensa. Mi mamá va a misa todos los días, reza siempre por todos quienes le importan, procura confesarse con bastante frecuencia, si es con el padre Rodríguez, mucho mejor; un personaje omnipresente en gran parte de la historia familiar, casi invisible, que existe, básicamente, porque mi mamá acostumbra a nombrarle por algún comentario que se acuerda de alguna confesión.
La disciplina con la que ella vive su devoción católica me hace pensar que su fe es auténtica y, en la medida de lo posible, actúa con coherencia de lo que predica. Pero no estoy seguro si también actúa por inercia, también por supersticiosa, aunque no lo sepa o no lo sienta de esa manera. Podría indagarle al respecto, pero sé que ella me asegurará eternamente que todo lo que hace es "para honor y gloria de Dios"; una de las frases que le encanta decir..
No me serviría de nada cambiarle la percepción o quitarle piso a su fe, lo cual implicaría dos fieles menos, incluyendo a mi papá que se adhiere a lo que quiera mi madre. Para ellos, el sentido de la vida es cumplir los mandamientos, rezar, confesarse, ir a misa, comulgar, dar la paz (o conceder el perdón), regalar limosnas, ayunar cuando exige la iglesia, entre tantos hábitos más que definen a un católico o católica convencida.
Mientras mis papás y los fieles convencidos de su creencia permanezcan en su posición conformista de creer por una costumbre heredada, yo seguiré en este conflicto de fe, moviéndome entre la inercia ritual heredada, el acecho de la superstición y la capacidad de autocrítica adquirida. Quizá es un conflicto sin solución, que no me interesa encontrarla, porque si lo resuelvo podría perder esa curiosidad constante que me desafía a conocerme y desconocerme, permanentemente, desde lo que siento, desde lo que creo y desde lo que quiero en esta efímera existencia.
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