Catorce de febrero
El amor es el término con el concepto menos consensuado del mundo. Es que no puede tener una definición general de algo que es tan particular. Porque el amor significa lo que cada quien experimenta en su interior, y eso, apenas eso, ya es un universo singular que suele ser un caos.
Para mí, el amor es un territorio poco explorado. En términos geográficos, sería como un mundo del que conozco apenas una región, en la que transité por gran parte de sus caminos, que coincidieron con los caminos de otra persona; rutas agrestes saturadas con polvos de dudas, así como vías nítidas encaminadas hacia horizontes de lucidez. He llorado, he gozado, he aprendido, he admirado en esos trayectos. Trayectos que siguen, que no se detienen en nadie, que nos mantienen en un ritmo constante de caminar hacia adelante, sintiendo un viaje incierto, pero del que hay que estar conscientes aunque nos guste mirar bastante hacia atrás .
Antes de ponerme muy fantasioso, esotérico o hablador, sencillamente digo que para mí el amor es un planeta todavía extraño. La única relación que he tenido me indicó de qué manera emprender la marcha, que un tiempo fue compartida y ahora no; por eso a veces me siento un poco extraviado, entre neblina de dispersiones, sombras de autoestima y ventarrones de nostalgia.
Entonces, me pregunto, ¿el amor es como un viaje? ¿O es la vida la que nos lleva y trae entre vaivenes provocados por el amor?
Si es así, ¿por qué el amor es una metáfora de la vida?
Lo es para mí, y para nadie más. Por eso no es posible tener un concepto colectivo del sentimiento más intenso y auténtico que tiene un individuo.
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