Novenavideña

Mantengo el hábito de ahorrar sílabas; surge inconscientemente, como el título de este texto. Pero el hábito al que se refiere ese mismo título ya no lo conservo.

De todas maneras, comienzo a escribir esto mientras espero que comience una novenavideña. Vine por la invitación de mi tía Charito, que “es como dios”, según dijo alguna vez la Ana Martina, mi sobrina que valoró así la capacidad de la hermana mayor de mi mamá, para regalar su cariño a todos y todas en la familia, con regalitos, con llamadas de cumpleaños sin olvidarse de nadie, con un corazón enorme como de abuelita, porque ya es viejita, y así siempre la he sentido, porque no tuve la oportunidad de conocerle a su mamá, o sea, también la mamá de mi mamá.


Hasta que la novena comience, comemos papitas fritas sin marca, nachos, almendras, frutillas, uvas. Falta que lleguen algunas personas más que ya se atrasaron casi una hora. Conversamos un poquito de política, a propósito de que estamos a oscuras porque le tocó apagón de dos horas al sector de mi tía. Mi mamá levanta su voz para decir que hay que dejarle trabajar a este gobierno, para que no regrese el correísmo. No lo dijo con esas palabras, pero sí con ese sentido, y le llamó la atención mi silencio, para no contradecirle, aunque sí lo notó. “El Andresito se queda callado, mejor, porque él piensa lo contrario”, dice. Tiene razón, aunque en realidad el panorama político del país no entusiasme de ninguna manera.


Pero esto no es una columna para analizar la coyuntura nacional. Es el primer día de la novena familiar y siento que estoy aquí por condescendencia con mi familia devota. 


“Ya viene el niñito jugando entre flores”, canta mi tía Consue, efusiva, apenas llega la luz. Mi sobrina Juli reparte chinescos a todos los asistentes, para hacerlos sonar cuando sea el turno de los villancicos. La anfitriona toma la palabra para darnos la bienvenida a su casa; pequeñita, elegante, ancianita, Charito dice: “que el niñito bendiga a cada uno de sus hogares”. Pide que recemos por ella porque no se siente bien, y eso se confirma con la fragilidad que muestra su semblante. Dice que ya no puede leer y por eso le delega a su hermana Consue que guíe la novena.


 


No pude seguir escribiendo sobre la marcha, porque era una falta de respeto estar concentrado en el celular, mientras el resto rezaba. Pero sí reflexioné mucho sobre la marcha. Sobre esa marcha sincronizada de redundantes devociones que cada año repiten palabras, frases, oraciones, plegarias, canciones para reafirmar su fe en el Niño Jesús, la estrella de esta época que tiene la capacidad de resetear su vida cada año, solo porque un libro “sagrado” cuenta una leyenda que millones creen que es cierto. En las nueve avemarías dedicadas a la madre de Jesús, “por los nueve meses que tuvo al niño Jesús en su purísimo vientre”, como dice una parte de ese texto de la novena que se ha leído desde tiempos inmemoriales en mi familia, yo recé un poco también, por pura formalidad de sentirme parte de ese ambiente , aunque desistí enseguida.


Es increíble la capacidad que tenemos los seres humanos para llevar a cabo un rito. Nuestra cabeza se automatiza a través de diversos ademanes y discursos establecidos mediante tradiciones fuertes,  arraigadas a lo largo de las generaciones, como en el caso de esta iglesia que opta por la repetición constante de todas estas apologías al personaje de un niño con el súper poder de provocar la sensación (casi) global de que en el mundo hay paz y alegría. Un viejo pascuero suele ser el alter ego de ese niño, con la diferencia de que él fue inventado por el mercado, mientras el niño es una idea de salvación que ya está instalada ahí por los siglos de los siglos.


Pensaba en mi hermano Alejo, quien este año tomó la decisión de reafirmar su postura de no querer asistir ni a una sola novena con la familia; solo preparará el pavo de la nochebuena. Le entiendo completamente, desde hace años. Quizá esta vez le comprendo más porque sé que ha estado leyendo un libro sobre una investigación profunda sobre el Opus Dei y su verdadera misión en el mundo, la cual prioriza la concentración de riqueza entre pocos, a través de un mecanismo que ha lucrado con miles de personas y organizaciones que siguen su juego bajo la consigna de buscar una supuesta santidad mediante el esfuerzo diario en el trabajo y en todos los retos cotidianos.


Cuando miraba cómo cantaban los villancicos con tanto entusiasmo, yo también agitaba uno de los chinescos que me dio mi sobrina, sin cantar, mientras asimilaba la cruda verdad de que crecí , al igual que cada integrante de mi familia, encerrado mentalmente en ese gueto espiritual que sesga tu mirada de la realidad y del mundo. Tal vez, desde hace mucho ya estaba consciente de eso, pero no lo había expresado como hoy, y me sentí tranquilo, al estar consciente de haber podido salir de ese encierro, simplemente admitiendo nuevas formas de pensamiento y de percepción del mundo que abstraigo de gente que he conocido estos últimos años. 


Siento que la religión te mantiene en el estado permanente e inquebrantable de la penitencia, de estar mortificado por algo “malo” que hiciste o podrías hacer, es decir, por pecar y ofender a Dios en tus acciones diarias, bajo el miedo constante de ser castigado con el infierno al final de tu vida. Sí, todavía escribo Dios con mayúscula, porque aún arrastro también esa idea de su omnipresencia, de sentir que existe ahí, alrededor de todos, observando, juzgando, manejando el mundo, aunque mi aproximación hacia él sea por por pura superstición, sustentada en el temor de que si me alejo de él me puede pasar algo malo a mí o a la gente que me importa.


En fin. La novenavideña fue una oportunidad para desarrollar estas ideas mientras estaba físicamente presente ahí, aunque mentalmente en esta costumbre - ya casi ritual - de pensar y sobrepensar cuestiones que, a veces, sí se vuelven interesantes, como en este caso. 


Los pristiños de mi tía Charito estuvieron exquisitos, con ese sabor especial de bondad que siempre han tenido las preparaciones de ella. Y para confirmar, una vez más, la premisa de la Ana Martina respecto a este personaje tan entrañable de la familia, Charito repartió, con medidas exactas y en funditas en las que constaba, sobre un papelito, el nombre y apellido de cada destinatario, las golosinas que su hijo me encargó traerle de Estados Unidos hace un poco más de un mes. Fue un acto simbólico que, quizá, la casualidad me regaló para reafirmar que dios sí existe y tuve el acierto de asistir a la novenavideña en su caluroso hogar.

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