Esa chispa que enciende la memoria

El acto de leer no es solo lo que implica esa acción. El acto de leer es una experiencia completa en la que enterarte de una historia, o aprender algo nuevo, es decir, seguir un texto de cualquier género, es solo una parte del proceso. Cabe acotar, no obstante, que el acto de leer no es lo mismo que el simple leer. 

Leer, inicialmente, es un acto inconsciente y básico en nuestra relación con el mundo, algo primitivo, tal vez. Porque para movernos, simplemente, debemos leer a nuestro alrededor, mediante la observación, la intuición o la reflexión; depende el momento y el objetivo. 

Pero el acto de leer es vivir la experiencia desde su objeto esencial: el libro en su única forma posible para ser parte de esta experiencia: impreso. Es un objeto significativo de la experiencia de leer, porque se vuelve una parte de tu biblioteca personal, que se convierte en algo muy representativo de tu vida, porque acumula libros que te hacen acuerdo a la época en la que los leíste, o te acuerdas cómo lo conseguiste o si alguien te regaló, o tiene manchas, subrayados, huellas o rastros de algo o alguien de quien te acuerdas cuando lo ves. En otras palabras, el libro físico es chispa que activa el fuego de la memoria.



No importa el soporte, aunque a veces la materialidad también puede ser significativa. Porque tengo revistas, también, que no tienen las características materiales exactas de un libro, aunque su contenido pueda ser digno de un libro. 

No quiero decir que las revistas sean "menos dignas" que un libro, pero este suele ser editado e impreso como una obra especial, con una vigencia que puede mantenerse en el tiempo, menos rutinaria o periódica (eso sí, nunca ordinaria) como ocurre con una revista. Pero hay revistas que son como libros. A pesar de su periodicidad, tienen textos hermosos y únicos que se los conserva en su versión impresa como obras de libros. Mi ejemplo concreto: las Gatopardo que conservo. Me parece que son unas veinte, de la época en que circulaban con El Comercio, en las buenas épocas de El Comercio. 

Miro, sobre todo, la Gatopardo que está a la vista en mi librero. Con Alfredo Bryce-Echenique en la portada. Debo reconocer que lo único que me acuerdo del texto sobre él en esa edición de la revista es que es un perfil de este escritor peruano y una reseña de su trayectoria, pero sin detalles concretos, aunque no dudo que sea un texto de calidad, de esos que caracterizan a los de Gatopardo. Lo quiero volver a leer. 

Pero lo curioso de esa portada es que al verla me acuerdo de un libro, de Un mundo para Julius, quizá la obra más importante de Bryce-Echenique. Es el retrato de una familia de clase alta de Lima, desde la experiencia de el menor de ese clan. Necesito refrescar la memoria acerca del estilo de narración de esta obra, sobre todo porque dudo si el relato es en primera persona o con narrador omnisciente, es decir, el que mira todo desde afuera, como un dios, porque sabe hasta lo que piensan o sienten los personajes. Tengo que volver a leerlo o, al menos, despejar esa duda.

Así que, de esa manera, una revista evoca a un libro, y el libro me recuerda a mi tía Ernita, que me regaló ese libro, si no me equivoco, cuando me gradué del colegio. En esa temporada, dedicaba poco tiempo a la lectura, y Un mundo para Julius, se mantuvo algunos años a la espera de que le dé vida, página tras página. Es un libro voluminoso, de letras pequeñas y con casi mil páginas. Pero si la narrativa de Bryce-Echenique sintoniza con tu interés y gusto, lo leerás con extensa satisfacción, al ritmo de la historia del protagonista y su familia, con altibajos de intensidad, pero mucha regularidad en su hilo narrativo.

Otro de los libros visibles a simple mirada en mi biblioteca es el de Tarantino. Además de llamativo por la manera como se lee el título en su pasta, también es muy relevante para mí, porque fue un regalo de mi hermano Rober, quien atinó un obsequio preciso para mí porque trata de un director de cine que tiene un estilo particular, encantador desde el uso del lenguaje cinematográfico, tan satírico y elegantemente violento, y desde la colección de películas que representan su obra. 

Pero Tarantino también revela cuánto me conoce mi hermano; cuánto ha prestado atención a lo que me interesa y me gusta; una motivación especial para conservar aquel libro de Quentin con ese valor agregado en la biblioteca y en la memoria.

Y si me voy un poquito hacia la izquierda en la foto, paso por Hija ilustre, un libro escrito por Bernardita Olmedo, una escritora e ilustradora chilena maravillosa, a quien la conocí en persona porque estudió la misma maestría que hice, aunque ella inició un año antes.  La tengo presente en mi cabeza, sobre todo, en el recuerdo de un carrete, como dicen a la junta de amigos o caídas en Quito, en el que Bernardita llegó con algunos de sus compañeros de curso, a la casa de la Coti, también colega de magíster. 

No conversamos nada. Apenas conté a todos los presentes, incluidos ella, que yo llegué de Ecuador para estudiar allá en Santiago, y pocos minutos después, ella me quedó mirando, por varios segundos, con curiosidad, creo; con ojos serios, algo misteriosos y profundos. Tomábamos piscolas y luego de brindar espontáneamente entre todos, dejó de mirarme.

A su libro lo traje hace poco de Chile. Todavía no lo leo, pero está en mis prioridades de estos meses.

Al lado de Hija ilustre, veo El otro lado, de uno de mis referentes principales: Mariana Enríquez. Aunque ya he leído tres obras de ella, dos de cuentos y una novela, este libro es el primer impreso que tengo de ella y aún no lo termino. Es una recopilación de crónicas, perfiles de personajes del arte y textos de narrativa personal que revelan el otro lado de Mariana, quien antes había publicado más ficción (solo ficción, si no me equivoco). 

Así que estas piezas de no ficción, recopiladas en libro con edición de Leila Guerriero, una de las autoras más importantes de la crónica en el mundo actual, muestran a una escritora auténtica en cada oración que construye. No tiene poses, no va a lugares comunes, evita retratar a personajes que son más famosos por coyunturas que por méritos propios. 

Mariana Enríquez es una argentina tan particular que, sin ninguna vergüenza, en El otro lado afirma que no es seguidora de Soda Stereo, ni de Charly García, pero que los respeta. Sobre Charly sí escribió dos crónicas, porque es un personaje que cualquier periodista o escritor, supongo, quisiera conocer para dedicarle un texto. Sus gustos musicales van más hacia lo anglosajón, entre los que destacan sobre todo Nick Cave y Manic Street Preachers, esta última, una banda inglesa de rock que tocó en La Habana, frente a Fidel Castro, protagonizando la primera vez en que un grupo anglosajón de ese género se presentaba en Cuba, y así como el momento inédito del líder como espectador de una banda de ese estilo.

A los libros digitales no puedo menospreciarlos, ni satanizarlos, mucho menos, especialmente porque la ficción de Mariana la leí en pantalla, y valió completamente la pena esa experiencia. Pero quiero que en algún momento, Los peligros de fumar en la cama, Las cosas que perdimos en el fuego y Nuestra parte de noche tengan presencia física también en mi biblioteca. Será un placer releerlos entre sus páginas impresas de pura narrativa que combina realismo, terror, suspenso, humor negro y una dosis importante de magia lúgubre (como me atrevo a calificar esa marca tan propia de esta escritora, sobre todo en Nuestra parte de noche).

También hay obras ausentes en librero, pero presentes en la memoria. Recuerdo, sobre todo, a De profesión, fantasma, libro de Hubert Monteilhet, gracias al que gané por primera vez (y espero que no sea única) un premio en un concurso literario. Un ensayo acerca de esa historia para niños no tan pequeños, entre ocho y doce años, que lo escribí en primer curso, cuando se le conocía así al primer nivel de la secundaria, me hizo acreedor a la medalla de plata del Concurso de Libro Leído del Municipio de Quito, en 1999, si no me equivoco.  

Participé obligado. Un día, Carlos Zapata, profesor de literatura en el Intisana, ex policía, que daba sus clases siempre copiando de un cuaderno los apuntes que hacía en el pizarrón, fue hasta el aula donde me encontraba y me indicó que llevaban a la Escuela Espejo, en el centro de Quito, para un evento. 

En el trayecto hasta el lugar del evento, no entendí muy bien de qué se trataba, hasta que ya estuve sentado en un aula grande, con algunos niños más, a quienes nos pidieron que escribiéramos un ensayo sobre algún libro que hayamos leído recién. De profesión, fantasma estuvo fresquito en mi memoria y me inspiré sobre la hoja de papel ministro que nos entregaron, para resumir y analizar esa historia que quisiera volver a leer y a tenerla en mi librero. Seguramente se perdió en una de las depuraciones que mi mamá hizo en casa, de cosas que ya no servían, aunque ese no haya sido el caso del libro de Hubert Monteilhet.

Finalmente, también debo admitir que en mi biblioteca hay un libro que pronto ser irá, porque no ha sido mío. Reconozco que me adueñé de la biblioteca de la casa de mis papás desde hace algunos años, porque es de un diseño muy singular. Pero hace poco, mi hermana Katty averiguó en un grupo de WhatsApp si alguien tiene El fantasma de Canterville, de Oscar Wilde, entre sus libros, porque se acordó del suyo, que es de una edición ilustrada muy hermosa, que alguna vez lo prestó y lo quiere recuperar. Pude haber fingido demencia, pero tenía que avisarle que yo tengo, para respetar esa relación de ella con aquel libro, que también debe activarle la memoria con su chispa.












Comentarios

Entradas populares