Morir es parte de la rutina

Necesito escribir al respecto, pero no me salen las palabras. Deletreo oraciones fallidas, las borro y vuelvo a intentar. 

Tengo, sobre todo, la imagen de un señor vestido con un uniforme naranja con gris, sentado en la mitad de la carretera, en el parterre (¿hay algún sinónimo más amigable de esta palabra?). Llora intensamente, cubriéndose el rostro. Le consuela, de pie y con timidez, alguien más joven que él, dándole leves palmadas en su espalda, quien lleva un traje verde limón con azul, de la empresa concesionaria que hace el mantenimiento, limpieza y administra esa autopista, la Panamericana.


Pocos metros más allá, escasos segundos después de mirar al hombre afligido, observo otra imagen que, seguramente, no se me borrará nunca más de la cabeza: un cuerpo debajo de una wincha (o camión remolque), también uniformado como el joven que consolaba al señor que lloraba.


¿Está muerto? Está muerto. Primero, dudo. Una esperanza inconsciente me hace pensar que tal vez era solo alguien arreglando un problema mecánico del camión o, sencillamente, un uniforme sobre el pavimento. Pero no, sí es el cadáver de un trabajador de la autopista, inmóvil, cubierto con una manta o algo por el estilo.


Lo que acabo de describir lo vi desde mi ventana de la última fila en la buseta que me lleva al zoológico; un momento desgarrador que pasó como una escena de película. Primero observé un auto liviano, Volkswagen Golf gris, con parte de su chasis hundido y raspado, con el parabrisas roto, cerca de un poste en el parterre. Un policía estaba en la puerta del piloto, ofreciendo su ayuda a la conductora de ese carro, a quien se la ve afectada, sentada en su puesto, quizá golpeada y en shock.


Más adelante, otro auto liviano, no recuerdo el modelo ni marca, pero sí que era azul, estaba con la parte trasera muy golpeada, en el borde de la carretera, y algunas personas alrededor. Después, la escena con la que inicia este texto, que se mantendrá presente en mi cabeza indefinidamente. Por eso la narré en presente.


La escena de la tragedia se completó con otro carro, uno estilo Jeep, rojo, volteado de un lado sobre la calzada y con un camión, también volcado, que llevaba galletas Oreo. Seguro había gente también cerca, pero la impresión por lo que vi antes me hizo olvidar el detalle de las presencias en esa parte final del accidente, aunque sí recuerdo las galletas regadas sobre el asfalto. Imaginé a gente bajándose a tomar algunas fundas, pero solo lo imaginé como un detalle extra de aquel episodio del que pudimo haber sido también protagonistas si Panchito, el chofer del recorrido, no se atrasaba a recogernos a todos en sus respectivas paradas por el tráfico. 


***


Intento asimilar con palabras lo que vi, para que el recuerdo no me perturbe en la cabeza. Hago lo que leí pocos minutos antes de encontrarnos con el accidente, en El otro lado, libro que recopila crónicas, artículos de opinión y otros relatos de Mariana Enríquez, hoy por hoy mi escritora favorita. En un texto muy personal, titulado Donde yo no importe, ella afirma que escribir “puede ser sufrido, pero siempre es placentero”.


Claro, en este caso no escribo por placer. No pretendo hacer una apología de la escena trágica que atestigüé a pocos metros . Solo siento que necesitaba narrar ese momento conmovedor, como los fantasmas en la mente de Mariana, a los que ella les confiere aspecto, movimiento y un escenario donde se mueven recurrentemente.


Coincidencia o no, justo ahora leí ese texto esencial y oportuno de El otro lado. Porque en Donde yo no importe Mariana hace una reflexión acerca de su trabajo como periodista cultural, a partir del acto de escribir, que es la base de cómo ella se gana la vida haciendo lo que le gusta. Y se siente desagradecida cuando reniega de su oficio porque recuerda que hay trabajos mucho más complejos y sacrificados que, en comparación con el suyo, ella se encuentra en un lugar privilegiado. Tal vez.


Y a mí, a veces, me pasa lo mismo. Me quejo principalmente de la tiranía con la que la rutina laboral le somete al trabajador. Pero hago lo que me gusta. Escribo, hago fotos, grabo y edito videos, comunico con diferentes recursos. 


Desde pequeño quise ser periodista y me gradué con ese título. Trabajé en una radio como reportero de noticias políticas y en un periódico, el más vendido y sensacionalista del país, como redactor de crónica roja. Pero el camino profesional, formativo y experimental de la vida me ha llevado a desarrollar la capacidad de expresarme también con imágenes fijas y en movimiento, con propósitos laborales e intenciones artísticas personales. Además, ahora trabajo en un zoológico, un lugar que nunca estuvo entre mis expectativas, pero que ha resultado ser, hasta el momento, la experiencia profesional que más me ha divertido y que me ha enseñado a ser una persona más sensible con el mundo animal.


También he deseado tener trabajos que exijan menos creatividad y más automatismo, para no pensar tanto y, sencillamente, cumplir con una tarea, una y otra vez, en un horario determinado. La rutina en su más radical expresión. Pero solo lo he deseado y enseguida me siento desagradecido, como le ocurre a Mariana. Porque debo ser más humilde y aprovechar que puedo trabajar haciendo lo que sé y lo que me gusta.


Entonces, pienso en Homero, el personaje de la canción de Viejas Locas. Un esclavo de la monotonía, reo de la rutina a quien no le queda otra alternativa que subir todos los días a ese carrusel que gira y gira consumiendo la vida de los trabajadores. 


“Imposible bajarse de esta rutina y se pregunta hasta cuándo”, dice una parte de la canción. Hasta que la muerte lo interrumpa, por ejemplo. La muerte simbólica o real, como pude verlo hoy en esos dos Homeros que perdieron la vida. El primero no dejó de existir, pero por el llanto descontrolado que lo dominaba seguro que su existencia sufrió un remezón tan impresionante que acabó con la vida que tuvo hasta el momento en el que vio a su compañero fallecido, el otro Homero. 


Según pude averiguar en la prensa, la víctima fue un trabajador de la empresa que mantiene y administra la autopista, quien estaba cumpliendo con su tarea de limpieza en la zona, hasta que la muerte interrumpió su labor. Se sabe que fue atropellado, e imagino un par de hipótesis sobre cómo pudo haber ocurrido. Pero es innecesario dar más vueltas sobre el asunto, si solo bastó pasar una vez cerca de aquella escena de muerte para estar consciente de que morir es parte de la rutina. 


Hagas o no hagas lo que gusta, todo se interrumpirá intempestivamente, siempre con excepciones, claro. Mientras tanto, es importante sentir la vida más allá de los límites que nos imponemos nosotros mismos a nuestro derecho legítimo de ser libres y felices.



Y es así, la vida de un obrero es así

La vida en el barrio es así

Y pocos son los que van a zafar

Y es así, aprendemos a ser felices así

La vida del obrero es así

Y pocos son los que van a zafar







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