Imaginar lo que no recuerdo

La olla de presión sonaba con su constante y molestoso ruido, mientras mi mamá pelaba las papas. La puerta de la cocina que da al patio estaba abierta para que ella pudiera observarme, de rato en rato, lo que yo estaba haciendo, porque apenas gateaba. 

Yo disfrutaba de una mañana soleada. Daba trampolines en aquel cuadrado de césped que tenemos en la parte trasera de casa. 


Cuando la olla de presión llegó al punto de ebullición, mi mamá no tardó en apagar la hornilla, y al mismo tiempo en el que se desvanecía la intensa bulla, un llanto intenso surgía desde el patio. Esa inercia desmedida con la que los guaguas jugamos sin conocer los peligros, no me hizo caer en cuenta que sobre la hierba estaba incrustado un clavo grueso y grande hacia el que llegó mi cabeza entre los infinitos trampolines que hacía. Mi mamá me encontró en el éxtasis del llanto, con tremendo objeto clavado en mi cráneo, no de la zona más afilada, sino de su parte plana.


Por suerte, mi mamá no estaba sola. Le socorrió la pronta ayuda de la Lola, la señora que le ayudó a criarnos a mí y a mis hermanos, que siempre será de la familia. Ambas actuaron con rapidez para llevarme hasta el hospital que queda a pocas cuadras de casa, donde, por suerte, me dieron la oportunidad de vivir para contarlo, aunque sea imaginándolo.


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