As de trébol
Salí al trabajo temprano, como de lunes a viernes, caminando. Un poco antes de llegar a la esquina de mi cuadra me encontré un As de trébol. La carta estaba boca abajo, con su cara indefinida hacia arriba, es decir, de ese lado que tiene un mosaico rectangular de líneas rojas, abstracto y barroco, en el que se despliegan formas circulares entrelazadas en su marco, cuyas esquinas tienen cuatro figuras idénticas, inexplicables, que mi simple vista las define como flores, pero no lo son. Y en el centro del rectángulo, un círculo donde destaca una forma más clara, muy parecida a un trébol que alrededor de él tiene líneas proyectadas de manera concéntrica, que dibujan una especie de destello, según mi simple vista también.
Primera vez que me detengo a recoger una carta del piso y primera vez que me detengo a ver ese diseño tan difícil de describir, pero tan común para cualquier persona que ha visto una baraja estándar, con ese diseño que se fabrica en rojo y azul y que se multiplica por miles de millones de naipes alrededor del mundo. Quizá tiene un significado que la inteligencia artificial me lo podría revelar en escasos segundos, pero prefiero mantenerlo como un enigma.
Tanta palabrería como antesala para mencionar que la carta estaba en una posición que me despertó unas repentinas ganas de jugar, que le hizo un inesperado guiño a mi instinto supersticioso. Y así fue que decidí recogerla y primero llevarla en mi mano, donde se revelaba el As de trébol. Enseguida surgió el dilema de guardarla o no guardarla, y si la guardaba, dónde la guardaba, porque podía tener microbios de la vereda de donde la recogí. Tal vez en el bolsillo de atrás del pantalón, pero se iba a arrugar o doblar. Entonces en el bolsillo pequeño de la mochila, ¿pero si estaba sucio y contaminaba al resto de cosas que llevaba?
Quizá lo más óptimo era el bolso que ahora llevo conmigo casi todos los días, para meter mis chucherías como gafas, chicles, a veces la billetera, llaves, algún libro, mi libreta de apuntes. Y así fue. Guardé la carta ahí, después de bañarla en alcohol. Lo hice confiando en que el material de la carta no iba a permitir que ese líquido desvanezca el As y los tréboles negros. No ocurrió eso pero sí le humedecí innecesariamente a la baraja, aunque enseguida la froté en mi pantalón para secarle de inmediato. Ahí quedó. Todavía no la he sacado de la bolsa; tal vez mañana, tal vez nunca.
Un As de trébol no es cualquier carta. Como al trébol se le asocia, a veces, como un elemento relacionado con la suerte, mi mente supersticiosa comenzó a fastidiar con ideas catastróficas, echándome la culpa por haber recogido la baraja. La suposición más concreta que planteó fue que aquella carta podría traerme la maldición de perder la creatividad y la capacidad de escribir con cierto talento.
Pero al mismo tiempo, la faceta creativa de esa misma mente miedosa sentía la tentación de imaginar una historia alrededor de la carta. A partir de la inquietud de saber cómo llegó esa solitaria baraja a la calle, imagino a unas tres parejas de señores y señoras mayores, sub 60 quizá, jugando largas partidas de cuarenta en la noche y parte de la madrugada, en la sala de alguna casa de la cuadra.
Pero alguien olvidó cerrar la puerta del balcón de la sala donde jugaban y el gato del vecino aprovechó para meterse a robar los cubitos de queso que quedaron sobre la mesa, que los percibía con su olfato fino desde el patio de la casa de al lado. Mientras disfrutaba de su mini festín, aquel animal negro, de pelo suave y explosivo, de ojos amarillos, se observó en el espejo de la sala e hizo lo que siempre hace cuando mira su reflejo; saltó a tratar de atrapar a su alter ego que se proyectaba sobre una mesa con adornos de cristal, y donde también yacía el bloque de naipes de los dueños de casa. El brinco fue tan brusco que el espejo se hizo trizas que volaron por los aires junto con algunos adornos y las barajas.
El gato persistió en su intento de apoderarse de ese impostor que se multiplicó en varios pedazos, y justo cuando se disponía a darle un zarpazo al trozo donde un par de ojos amarillos le observaban con vehemencia, escuchó que alguien caminaba por ahí, también dispuesto a atraparle a él, por intruso. Así que no le quedó otro remedio que huir con el pedazo en la boca, y por la rapidez del escape se fue llevando también una carta que estaba debajo de sus mismísimos ojos clonados en ese fragmento de lo que fue un espejo.
Entonces logró salir al balcón, saltar a la terraza de su casa, correr por el borde que separa ambas casas y descender con audacia y prolijidad hasta la vereda de afuera de su hogar. Ahí desechó el As de trébol que lo acarreó sin querer y continuó con su huida, en poder de lo que para él siempre serán los ojos de un gato farsante que le quiere imitar.
Parece que la sospecha negativa de mi mente sobre el efecto de encontrarme esa carta en realidad es al revés. Ahora creo que ya no me podré desprender de ella, por lo que ahora mismo la sacaré del bolso.
Signifique lo que signifique, de ahora en adelante lo imaginaré como mi amuleto de la suerte para la escritura, tan convencido como estuvo el gato de que en esa triza de espejo que robó se llevaba también la copia de sus ojos.

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