No mencionar la palabra bachiller

Hace veinte años me gradué del colegio. Veinte años. Increíble estadística para alguien que se siente todavía de dieciséis.

Es que la adultez, la maldita adultez. Mejor dicho, la compleja adultez. No es justo maldecirla, porque puede ser difícil, pero es solo la consecuencia del paso del tiempo; el efecto inevitable del transcurso de la vida al que no podemos evadir.


Así que, compleja adultez en la que no me termino de acomodar, aunque quizá es ese proceso permanente el que dé la sentido a la vida.


Recapitulemos 


¿Qué habría sido de mí si me animaba a ir a Argentina con la beca que me gané al graduarme? Primera vez que me planteo esta pregunta de esta manera, escribiéndola, aterrizándola en texto sobre una pantalla. Porque me la he planteado miles de millones de veces en mi cabeza durante los últimos veinte años.


No me atreví, sinceramente. Era un muchacho inmaduro, un niño de casa que máximo tendía la cama, inútil para el resto de quehaceres que cualquier persona debería dominar desde pequeña para aprender a ser independiente. Estaba enamorándome también, sintiendo recién esa intensidad de sentimientos por alguien más, que no creo que deba limitarse a llamarse amor, porque estaba comenzando a descubrir los encantos sexuales con una mujer que me atraía principalmente por eso, y a partir de eso derivaban otras sensaciones extasiantes, cada una en su forma. 


Sentía, por ejemplo, esa alegría única que te provoca alguien que te vuelve loco. También tenía ansiedad por sentirla cerca, siempre, casi como un vicio, porque los momentos que disfrutaban eran cada vez mejores, uno tras otro.


¿Desprenderme de esa maravilla? Ni loco, pensaba, como una razón relevante para negarme a irme a otro país, lejos de esa pasión que me desbordaba. 


También había la condición de tener que vivir un tiempo en una casa del Opus Dei en Argentina. Tengo esa noción de aquel supuesto requisito con el que me ofrecían la beca. Digo supuesto porque no estoy seguro si era una obligación o una alternativa para vivir allá, pero yo prefiero intuir que era una imposición del colegio y de la Universidad, ambas instituciones pertenecientes al Opus Dei, para becar a un devoto obligado de su secta.


Espero que nadie se ofenda por considerarle secta al Opus Dei. Todavía me da recelo decirlo así, porque antes de estos últimos veinte años que intento evocar, fui un discípulo de esta doctrina elitista, que en su mecanismo educativo es inherente una evangelización constante, para que te vuelvas un buen católico. 


No digo que esté mal adoctrinar, porque una religión es una forma de vida y el referente filosófico para aprender a afrontarla desde sus postulados, y cada uno es libre de escoger lo que quiere creer, o la manera de desarrollar la espiritualidad, aunque en la religión católica intenten convencerte que esa es la única manera de salvarse. Se refieren a la salvación del infierno, una idea utópica de un lugar donde se concentran todas tus culpas acumuladas durante la vida. Porque yo creo que ese discurso de hacerte sentir culpable por todo, que esta religión promueve, es como el infierno en vida, desplegado de a poco, en esos instantes donde sientes temor De Dios y te reprimes, y rezas, y vas a misa, y te confiesas, y otra vez te sientes culpable, y se repite el círculo.


Imagínate la suma de todos esos instantes acumulados en la vida, en un solo espacio del que no puedes escapar. Gran idea esa del infierno, aunque sea solo eso, una idea intangible.


Pero ese no es el tema de esta reflexión, aunque no viene mal este paréntesis para desahogar un poco lo que me provoca pensar en la religión que me impusieron desde pequeño y a la cual aún me siento ligado, porque todavía rezo, todavía le pido ayuda a Diosito o a la Virgencita por algo puntual. Los imagino como unos personajes omnipresentes, que están ahí vigilantes, pendientes de que no te pase nada y también de que te sientas culpable cuando haces algo “malo”. Eso significa que aún siento culpa a veces, por nada casi siempre, pero poco a poco lo evito más.


Entonces, la idea de tener que seguir ligado al Opus Dei y su ambiente de gente con plata, que te encierra en una burbuja de ambiciones materialistas y de expectativas exitistas,  que lo soporté doce años en el colegio, lejos de casa, no me entusiasmaba tanto. Tampoco digo que esté mal plantearse una vida con metas relacionadas a esas dos cuestiones, porque una buena parte de mis compañeros y amigos de esa época sí han logrado crecer, consolidar vidas de adultos estables y pudientes, lo que seguramente significa sus objetivos de vida. Y eso me alegra, saber que han podido alcanzar muchas cosas que se han propuesto y que eso les hace bien.


Y ahora que escribo estas líneas, me doy cuenta que yo también he logrado muchas cosas que me he propuesto. Claro, como nunca fui ambicioso ni despierto para encontrar el éxito, no tengo vidas parecidas a las de mis amigos que ya tienen su propia casa, sus automóviles, sus hijos, su vida resuelta, quizá. Pero siento que llevo una vida que la he encaminado con dudas, tropiezos y aciertos, acompañado de miedos, ilusiones, frustraciones, curiosidades, expectativas cambiantes que me mantienen alerta, con mi intuición siempre atenta, para avanzar en este viaje de incertidumbres desafiantes que ha significado esta veintena de años desde que salí del colegio. O quizá toda la vida es el viaje y recién me doy cuenta ahora que miro veinte años atrás.


A veces imagino que si me iba a Argentina, ahora ya sería un hombre de familia, tal vez habitante de Buenos Aires, casado con alguien que me habría encantado desde la primera vez que le vi. Que vendría de vez en cuando a Ecuador, con mi familia de visita, orgullosísimo de tener una esposa e hijos nacidos, nada más y nada menos, que en el gran Buenos Aires. Un aire de arrogancia inevitable que se me habría pegado si me iba a estudiar en el mundo Opus Dei argentino. No, muchas gracias.


Lo que más me tranquiliza y le resta importancia a la oportunidad desaprovechada de ir a estudiar en el exterior, es lo que vino después en la U. O quienes vinieron, para ser más preciso. Quienes vinieron a mi vida como amigos y amigas inolvidables, con quienes compartí una época de la vida muy divertida, entre quienes descubrí un amor que no fui capaz de declararlo, a quienes les tendré siempre en la parte feliz de la memoria. Es que reímos tanto, aprendimos mucho y nos queremos bastante por haber coincidido en esta temporada de nuestras vidas.


Imposible ignorar a la memoria


Mi psicóloga me decía ayer que sí importa mi pasado. Fue su respuesta a una reflexión mía, que hice acerca los hubiera en mi vida, como el que me planteo ahora con lo de la beca a Argentina. Pero ayer planteaba la inquietud de qué hubiera sido de mi vida si me quedaba en el diario Extra y no me iba a Chile a estudiar la maestría. Posiblemente, mi hábito y aptitudes de escritor se habrían afianzado mucho más de lo que están ahora, pero eso habría implicado renunciar a la oportunidad de acercarme a la imagen y rendirme ante ella, con el video y la fotografía. 


Sí, ahora estoy dedicándole más tiempo a lectura y a la escritura, porque sueño con publicar mi libro que ya lo tengo listo pero no financiado, pero eso no implica que me olvidé de la imagen fija o en movimiento. No es que la literatura le esté desplazando al cine de mis gustos e intereses; simplemente procuro dedicar mi tiempo, de una forma equilibrada, a todo lo que me gusta hacer. Ahora estoy más concentrado en sacarle el jugo a la palabra, pero sin ignorar a la imagen, porque, incluso, necesito complementarlas cada vez más.


Así que, yo le decía a mi psicóloga que mi pasado no importa, pero me refería a los hubiera que me generan el sobrepasar las múltiples posibilidades de cómo pudo haber sido mi vida, si tomaba decisiones diferentes a las que tomé. Ella entendió que yo renegaba las experiencias vividas, todas dentro de estos veinte años después del colegio. Pero no reniego, ni me arrepiento. Porque toda decisión implica una renuncia, a veces a algo que se conoce, pero usualmente a algo que nunca lo conoceremos, porque renunciamos a eso para encaminar la vida por otro rumbo. 


Hablando de rumbos, creo que los míos me han llevado por direcciones interesantes. Rumbos para conocer amigos y amigas con mentalidades más humanas y con conciencia social, para sacudirme el polvo del conservadurismo que me estaba asfixiando y volviendo ciego. Rumbos para experimentar una historia de amor que me ayudó muchísimo a asumir la vida adulta. Rumbos para desarrollar el gusto por recrear la realidad con lenguaje audiovisual y sentido documental. Rumbos para llegar a trabajar en lugar que nunca imaginé, porque los animales era un cero a la izquierda para mí, y ahora en el zoológico me debo a los animales, cuyas historias me conmueven, aunque más me impresionan sus cualidades tan peculiares y extraordinarias. 


Nunca en la vida pensé escribir lo que acabo de decir, mientras en mi cabeza la tengo a la Celeste, porque ahora no me acompaña, pero sí la pienso, y es porque también quiere manifestarse ese sentimiento que tampoco imaginé tener: el amor por una mascota.


Yo que era muy escéptico con los temas astrales, hace pocos días le puse interés a la cuestión. Me interesó, especialmente, saber lo que significa mi carta astral, aunque tampoco pretendo aburrir con todos los detalles de la misma. Solo quiero recordar lo que me dijo Google cuando averigüé qué significa tener signo solar en acuario, y lo primero que me apareció fue lo siguiente:


Las personas que cuentan con este planeta en su carta natal suelen ser radicales y revolucionarias. Poseen una mente brillante y creativa, capaz de imaginar una vida por fuera de las estructuras establecidas. De esta manera, las personas con Sol en Acuario no tienen miedo de diferenciarse de los demás.


Tal vez no soy radical, pero sí revolucionario contra lo establecido en mi vida desde pequeño, que en los últimos veinte años lo he materializado. Quizá radical a mi manera. Mi humildad no me permite admitir que podría tener una mente brillante, ya que en realidad eso suena pretencioso. Pero creo que sí tengo mente creativa, que frecuentemente me provoca ilusión de vivir fuera de las estructuras establecidas, y creo que ya lo estoy experimentando, de a poco, sin que eso me avergüence, ni me genere temor. 


No necesito saber más. Claro que es muy superficial y apresurado basarse en un texto elemental de un buscador de internet, pero le doy valor a la casualidad de que gran parte de esa explicación de lo que significa tener signo solar en acuario describe lo que yo soy o puedo ser. Y todo es un proceso, no hay nada definitivo. Ahí está la gracia de ese este viaje de incertidumbres desafiantes, sostenido en cada experiencia que acumula la memoria. Un viaje que no comenzó hace veinte años cuando acabé el colegio, sino hace treinta y ocho, cuando el azar me instaló en este mundo tan encantador como contradictorio.


No queda más que aplaudirme por cumplir la misión encomendada en el título.

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