Ver las nubes pasar

Ver pasar las nubes se parece a caminar por la calle y ver a las personas pasar. Tiene que ser en las primeras horas de la jornada, preferiblemente si caminas casi contra la corriente, porque te diriges en contravía de la gente que va a su trabajo, a su rutina. Eso no quiere decir que no vayas a trabajar, pero estás caminando hacia una estación de metro, por ejemplo, a donde a esa hora llega mucha gente a trabajar en el sector.

Así que, ver pasar las nubes se parece a caminar por la calle y ver las personas pasar, porque te encuentras con todo tipo de ilusiones, ideas, recuerdos, imaginaciones, en las caras y semblantes de quienes avanzan junto a ti, no en la misma dirección ni al mismo ritmo, pero sí en un instante común donde el azar les junta.


Son instantes en su más efímera expresión. Cuando duran más de un segundo es porque son instantes significativos, como los pensamientos recurrentes, buenos o tan buenos, pero significativos, que quedan ahí, alimentando la mala costumbre del sobrepensar.


Así, la metáfora se vuelve realidad. Las sensaciones que interpretas de las personas con la que te cruzas, se convierten luego en materia de la mente. Hay gente entusiasmada, vanidosa, desesperada, arrogante, asustada, feliz y mil emociones más que percibes de los transeúntes cuando te concentras en ellos. Y los imaginas en situaciones de un cuento que te da ganas de escribir. O te provocan sensaciones significativas.


Te acuerdas, por ejemplo, de la angustia que te provocó ese calvo con chaleco morado de rombos, lentes medianamente gruesos y un caminar relajado. Porque te viste en él de aquí a diez años, es decir, tú, cerca de los cincuenta años. 


¿Y por qué la angustia? Porque te identificaste con él, con su cara de ingenuo (ya estás aprendiendo a tratarte mejor), caminando tranquilo por la calle, como tú te sueles sentir cuando haces lo mismo, y solo, principalmente, con cierto semblante optimista, a pesar de todo. Así mismo sería yo, murmuras mientras caminas, pero solo supones, porque una persona no es una premonición.


Si quisieras ceder ante esa angustia que te provoca pensar en eso, tu horizonte de nubes estaría copada por una enorme gris, que advierte la llegada de un diluvio. ¿Pero de qué te sirve quedarte ahí, detenido bajo ese cielo sombrío, en vez de dejar que sigan pasando las nubes?


Así que sigues caminando y lanzas un suspiro profundo porque viste a una chica que te gustó mucho, aunque es una ilusión que dura nada; ves a una pareja que camina con cierta actitud sospechosa, como si fuera una pareja que solo existe entre ellos; ves a otro hombre con el que te identificas porque usa de los chalecos que te gusta usar y piensas que este señor se ve con un aspecto bien cuidado, aunque también está solo.


Hay que seguir, como cuando andas en la calle, en dirección a algo, aunque no siempre sepas bien a dónde o no estés seguro. De todas formas llegas a algún destino, pese a que el transcurrir nunca se detiene. Porque el tiempo no para y hay que seguir. Dejar que los pensamientos fluyan, manejando el panorama a su antojo, con sombras y destellos, como esas inestables y encantadoras nubes que juegan todos los días en el cielo.


Antes de salir de la casa estabas con un miedo inusual. Sentías que te ibas a morir, que estabas dejando tu último (y único) hogar con rastros de la vida que tenías ahí. Como el rastro en el sofá, donde quedó desparramada la chompa que te pusiste el sábado. Una de las mangas sigue aplastada en la esquina donde se encuentran el espaldar con el asiento. 


Ahí se acostó la Celeste mientras retomabas la edición de tu proyecto documental de eterna espera. Una película sobre tu manera de observar la realidad en diferentes lugares del mundo donde has podido estar, o más vulgarmente: un documental sobre tus viajes, nunca para presumir, siempre para compartir con tus espectadores las emociones que te produce observar la realidad inmediata, espontánea, e inexplicable, mejor conocida como cotidianidad, estés donde estés.


Pero ese no es el punto de esta reflexión. O, tal vez, sí. Porque este hábito que tienes de mirar a tu alrededor para encontrar detalles o sucesos que te asombran de sobremanera, también puede ser como ver las nubes pasar. En la cotidianidad se encuentran cosas maravillosas y horripilantes, y eso es lo encantador y preocupante de la realidad, que es impredecible, a veces con momentos con más dosis de adrenalina que otros. Te mantiene en vilo aunque no lo sepas, porque en cualquier momento te sorprende con algo que no quieres ver. 


Pudiste sentir la naturaleza en su profundidad el mismo día que saliste con miedo a morir.  No crees en nada de esos misticismos cursis, que te dicen que las cosas pasan por algo o que el universo conspiró a tu favor, pero igual puede haber algo de milagroso por ahí, porque percibiste inmenso al bosque donde estuviste, lo sentiste como un gran organismo vivo que respira a través de las plantas y bichos que habitan ahí, te uniste a esa respiración y perdiste el miedo a morir. 


El azar, otra vez, se hizo presente a sacudirte la mirada, para que te dediques a ver las nubes pasar. Siempre.


Por suerte, la chompa desparramada en el sofá ya no va a ser mi último rastro de vida. Aunque sigue intacta en la misma posición y no sé si la moveré de ahí, por el momento. Mañana podría tener una nueva oportunidad.




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