Esa visita de madrugada

 A veces no me despierto solo, como hoy. Me acompaña la angustia que irrumpe en la hora más oscura, cuando las respiraciones intensas ahogan, y cuando las taquicardias se escuchan. Me arrasa con un bombardeo de pensamientos, estresantes todos, dispersos; aparece uno, se va otro a medias, para continuar después, dando círculos en la mente. 


Que no voy a poder ahorrar nunca para poder pagar tranquilamente el arriendo. Que no he terminado de hacer una página web que me comprometí a hacer, y seguro las personas que confiaron en mi palabra, hace rato ya no me toman en serio. Que estar solo con estos pensamientos es la desolación a flor de piel. Que no sé lo que me voy a poner mañana. Que no tengo idea cómo voy a volver a encontrar pareja.


Angustia aterradora que me hace sudar frío. Que me calienta las orejas apoyadas en la almohada y no me permite sentirme cómodo para intentar dormirme. Angustia que me tienta a tomar el celular para distraerme. Pero ahí, en la pantalla del teléfono está otro cuco, que no se detiene, que se materializa en forma de números, pero es el ser omnipotente que nos tiene a sus pies; el despiadado tiempo. Si le veo a estas horas, la angustia se agranda al tamaño de mi cuarto y me encierra en una sombría desesperación.


Los pensamientos siguen desfilando, uno tras otro, como en marcha de fantasmas que rodean mi cama. Algunos ríen, otros lloran. Algunos gritan, otros susurran asuntos incomprensibles, pero asuntos, de todas maneras; asuntos que están ahí en mi cabeza, echando leña al fuego del sobrepensar, la táctica de la angustia para inmiscuirme, a la fuerza, en su infierno. 


Ya no solo están calientas las orejas. También arden los pies, que los comprimo, mientras lanzo suspiros que suenan a lamentos. Los pies calientes incomodan porque elevan la temperatura de todo el cuerpo, sin tener con quién compartirla. Así se convierte en energía y cariño desperdiciados. Tengo que destapar mis pies y esperar que el frío de la profunda madrugada regule todo. 


Imagino que tengo algo como una espada en mi mano y me clavo en el corazón. Es una imagen que mi cerebro proyecta como la respuesta a ideas o pensamientos en los que me veo a mí mismo, patético e inseguro ante personas que me importan. Pero no son solo ideas o pensamientos. También son evocaciones o imaginaciones de instantes con gente que tiene relevancia entre los fantasmas de mi cabeza, quienes me muestran a mí mismo, en un espejo, y activan mi síndrome del impostor, tergiversado por la angustia.


Angustia. Necesito volver a dormir. Al menos el cuerpo es sabio y se agota después de tanto pensar, hasta el punto de devolverme el sueño, aunque falten escasos minutos para tener que levantarme. Los pájaros ya cantan afuera, pero la impertinente angustia distorsiona feo su armonía.


“Qué lindo que es estar en la tierra, después de haber vivido el infierno”.


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