El recuerdo tormentoso que me protege de una tempestad mayor

 “Se lanzó en el jardín”, son las palabras que recuerdo haber escuchado primero, cuando me enteré de que murió mi madrina. Pensé en su casa, en el patio con bastante césped y flores que crecían al pie de la ventana de la sala, y un balcón que no estaba seguro si existía, pero que lo imaginaba en el exterior de su dormitorio, en el segundo piso.


Recreé en mi cabeza la hipotética escena de ella saltando hacia la hierba, tal vez soleada, con el resplandor de la tarde de aquel domingo. Me resistía a creer que había muerto de esa manera; quería convencerme de que solo fue una acción desesperada por su depresión. 


Nunca imaginé que el jardín no era el de su casa, sino ese enorme centro comercial al que mi madrina solía ir con mi padrino a almorzar, después de la misa del mediodía. Nunca entendí, además, cómo una mujer que ante mis ojos siempre fue tan serena y sensata, tomaría la decisión de saltar desde el piso más alto de aquel lugar público, hasta la planta baja, ante los ojos de un gentío atónito, cuando su esposo se descuidó de ella unos minutos, por regresar al carro a tomar las gafas que se olvidó.

 

Aunque prefiero no escarbar en este recuerdo, igual surgen evocaciones inconscientes, imaginarias y dolorosas. Sensaciones incómodas por las que no termino de asimilar que la vida de mi madrina haya terminado así; que no se haya podido evitar aquel suceso, alrededor del cual mi padrino dio vueltas y vueltas, con sus pensamientos, y con su hábito de seguir almorzando en el Jardín, caminando por los pasillos, cabizbajo, quizá acostumbrándose a la injusta tortura mental que tuvo que soportar diez años más, hasta que el Covid se lo llevó a descansar, por fin.


Recuerdo la foto de mi bautizo, no muy claramente, aunque sé que aparezco en manos de mi madrina y de mi padrino, mientras un cura me echa agua bendita en la frente. La mantengo en mi cabeza algunos segundos, siento cierta melancolía que quiere hacerme llorar, tal vez porque sigue siendo complejo para mí el desenlace de ambos, dos personas que en aquel sacramento, tan sagrado para ellos como para mis papás, se comprometieron a estar pendientes de mí, mientras crecía, y así fue. 


No se generó una relación tan estrecha, pero sí de una cercanía razonable como para quedarme con la sensación de que cumplieron su compromiso. Pero más allá del convencionalismo de haber sido su ahijado, la muerte de mi madrina y el duelo de su esposo me abrieron los ojos frente a la salud mental, para aprender a cuidarla, desde todo aspecto posible. Y, frecuentemente, miro en mi mente aquella foto de mi bautizo como un símbolo de un vínculo significativo en mi vida que me dejó una enseñanza imprescindible, a costa de, sin embargo, angustias que solo ellos supieron cómo y hasta cuándo aguantar.


Comentarios

Entradas populares