Mi "descompensación" más bochornosa de la historia

Unas veinte personas me rodeaban. Algunas, asustadas, otras, asombradas. Yo respiraba profundo y cerraba los ojos por la vergüenza, mientras permanecía acostado en el piso, boca arriba. Algún amigo o alguna amiga se acercó, me hizo sentar todavía en el suelo y me dio un vaso de agua, mientras alguien más me preguntaba si veía bien, si me dolía la cabeza o si estaba mareado.


De pronto, me di cuenta que la música se apagó, porque todos los presentes en la fiesta, o, más precisamente, en la novatada, se dieron cuenta de lo que me pasó y el jolgorio ya no podía continuar, al menos por ese momento, hasta que me vean recuperado. Pero no iba a ser solo una pausa, porque para la presidenta de la Asociación Escuela todo tenía que concluir en ese momento. 


“Se fregó la fiesta por mi culpa”, comencé a repetir en mi cabeza, una y otra vez, mirando con recelo a las cincuenta personas, quizá, que estaban en aquel evento. “Pero qué imbécil que fui”, me recriminaba con iras. Alrededor de mí circulaban susurros especulativos sobre la posible causa de mi “descompensación”. Sí, descompensación entre comillas.


Algunos le echaban la culpa al trago y creían que no pude con tanta mezcla. Otros pensaban que me había sorprendido un blancazo, o sobredosis, en términos más formales, cuando lo único que fumaba en ese tiempo eran Marlboros blanco que, a veces, me provocaban molestias en la garganta, o me producían ansiedad, pero no cuando lo combinaba con cervezas, vino o ron. Así que la primera teoría era más factible.


La presidenta de la Asociación también expresó su hipótesis que sonó más como un dictamen irrefutable: “este man se pegó de todo. Así que, hasta aquí nomás. Vamos saliendo a los buses que ya están afuera”.


Cuando comencé a asumir totalmente el bochorno en el que estaba envuelto, fui capaz de empeorar las cosas. Repentinamente, me alejé de mis amigos y amigas que trataban de ayudarme como sea para sentirme mejor, y corrí hasta la cancha que estaba a un lado de la pista de baile. Allí di algunas vueltas, trotando y saltando, mientras gritaba: “¡Ya estoy bien, solo me faltó un poco el aire, pero ya estoy bien!”.


En realidad, lo único que estaba “bien” era mi show; el sainete innecesario que armé en esa novatada, solo porque en cierto momento bailé con tanta euforia que me dio una taquicardia intensa, pero normal, por la que debía detener un rato mi ímpetu sobre la pista, respirar, sentarme, tomar un vaso de agua y continuar la farra. Pero opté por llamar la atención y me acosté ahí mismo, en medio de quienes bailaban cerca de mí, para descansar de esa manera tan escandalosa e inoportuna, que nunca la pude justificar.


Así luego del acto final con el que cerré con broche de oro mi ridícula puesta en escena, solo me quedó subir al bus cabizbajo, mientras en mi memoria ya quedaba impregnada para siempre, la anécdota más patética que he protagonizado en mi historia.

 


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