La vista que tengo atrás

El primer detalle que me llamó la atención tenía cuatro patas y era negro, muy peludo y gordo, acostado tan cómodo en un improvisado balcón. Era un gato de imponente mirada, que me daba la bienvenida, observándome sin inmutarse. Hacía sentir su presencia con aquel llamativo semblante que opacaba la enormidad completa de la fachada del edificio donde se encontraba.

Es un gato al que no lo veo siempre, pero haberlo descubierto cuando apenas me mudé a mi nuevo hogar, bastó para que mi mirada active su hábito curioso y busque más vida entre los muros y ventanas agrestes que acaparan el panorama de la vista trasera de mi casa. Y en la misma tarde no demoré en encontrar a un colibrí juguetón, que iba y venía entre las ramas de un árbol de flores rojas, esa ave que siempre me incita a capturarle con mi cámara, a congelar sus alas rapidísimas y mágicas en una imagen artificial; el ave que suele asomarse inesperadamente en la ventana alguien que en ese preciso momento es el recuerdo principal de otra persona, en otro lugar y, quizá, en otro tiempo.

Ambas casualidades fueron un buen presagio, una motivación para que este voyeur de la vida cotidiana no se aburra con el horizonte de cemento que tengo en ese lado de mi casa. La curiosidad quedó instalada para explorar más entre las plantas con macetas que adornan algunas ventanas, a fisgonear a través de aquellas que permiten mirar más allá de las cortinas que opacan, pero no ocultan, la vista hacia el interior de vidas que incitan a darles mi propia versión con la imaginación.


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