Uno de los más hermosos alivios

Sudo frío, de un segundo a otro. Tengo una taquicardia intensa. Un alivio fugaz me invade;  escuché un ruido cerca de mí, pero solo es el sonido de alguna rama que cayó del árbol grande que estaba detrás. Avanzo con pasos rápidos hacia el matorral que estaba antes de esa especie de barranco.

Por cambiar una maldita canción la perdí de vista. Mi respiración continúa agitada; a punto de un mareo. No puedo tranquilizarme, tengo que encontrarla o mi vida se va a la mierda.


¡Celeste!, grito con toda la fuerza que puedo y me escucho angustiado, desesperado, a punto de quebrarme en un llanto incontrolable. Las lágrimas comienzan a brotar y mis gritos ahora son alaridos de una aflicción indescriptible. ¡Celeste! ¡Dónde te metiste loquita! ¡Ven para acá! 


¡Celeste!, insisto en mi súplica a la nada, a ese bosque de enormes pinos, eucaliptos y cholanes, entre los que no veo a nadie más que a mi errante sombra que se mueve a contraluz de un sol hermoso de atardecer. 


No entiendo cómo se perdió tan rápido y en una tarde así de maravillosa, totalmente inoportuna para sufrir de esta manera. Es verdad que me distraje, pero no fueron más de dos segundos, entre sacar el celular del bolsillo y aplastar esa puta flecha para pasar a la siguiente canción.


¡Celeste! ¡No puede ser! ¡Por favor! ¡Ven para acá!, vuelvo a exclamar, con dolor e ira. Mucho dolor e ira. Porque no podría irme de aquí sin ella. Mi vida se detendría entre la culpa imperdonable de descuidarme de observarla y la tristeza infinita de no verla nunca más.


Ya he caminado un tramo largo y no hay rastros de mi lobezna. Mis manos están llenas de mis cabellos que los arranco de la desesperación y terminan pegados en mi cara, inundada de lágrimas. 


No se puede perder. Por favor, Diosito, que aparezca. ¡Celeste! ¡No te vayas todavía!


Llego al final del sendero donde, al barranco que no es tan pronunciado, pero sí lo suficientemente profundo para que mi pequeñita se haya caído o extraviado por ahí. Primero observo con detenimiento entre la maleza de esa quebrada, tratando de ubicar su colita negra de terciopelo gris, como de un zorrillo de caricaturas. Nada. 


Miro al cielo, tan despejado, con ese mismo brillo celeste que se destella de su mirada. No puedo creer lo que está ocurriendo. Sigo con mis alaridos y llanto, mientras comienzo a descender por el barranco, arrastrándome por la tierra seca, en busca de las huellas de sus patitas, esas patitas que voy a extrañar eternamente si no aparece. No puedo más, quiero vomitar, necesito morir, no acepto esto. El sol chamusca mis ojos.


De pronto, algo húmedo toca mis dedos. Me acomodo para mirar y enseguida siento una mordida leve. Estiro mis piernas y la Celeste se levanta inmediatamente al borde de la cama, con ese saltito de susto tan particular de ella. Mis pies están hirviendo y solo me destapo todo para abrazarla y darle un beso en su cabecita. 


Qué alivio, carajo. Qué alivio. No te imaginas lo que acabo de soñar, Chele, le digo.


Y continúo: 


No sabes qué bien se siente ese alivio de escapar de una pesadilla terrible. Y mejor si esta noche te quedaste conmigo para contártelo.


Ya mismo amanece y nos iremos al bosque otra vez.






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