No es mi culpa

Alberto no quiere sentirse culpable, aunque su naturaleza es esa. Cada vez que se acuerda de Daniel, su mejor amigo en la adolescencia, de la complicidad que tuvieron, de las risas que hasta ahora evoca con una sensación especial, cree que eso ya no existe más, debido a su cambio de mentalidad y manera de afrontar la vida.

Eso no quiere decir que Alberto y Daniel ya no sean amigos, pero ahora solo mantienen una relación cordial. Durante los escasos momentos en los que se juntan, las conversaciones son muy superficiales y, sobre todo, alejadas de aquella realidad en la que se gestó su entrañable amistad, esa que ya no existe.


Es que Daniel formó una familia, se compró una casa, tiene dos carros, se codea con gente adinerada, elevó su vida al nivel en el que él siempre quiso estar. Alberto, mientras tanto, optó por experimentar en la vida. Se alejó de las imposiciones sociales, estudió un postgrado artístico, tomó distancia de su postura conservadora, decidió vivir más entre incertidumbres que certezas.


Pese a que Daniel no lo demuestre, Alberto cree que le decepcionó a su amigo, como quizá en otras personas provocó lo mismo. Y le duele, sencillamente, por la nostalgia de una amistad inolvidable que, al menos, mantiene vigente en la memoria de ambos esas anécdotas comunes, que las disfrutaron con más amigos y amigas, a quienes les une ese pasado al que Alberto regresa constantemente porque fue muy feliz.


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