Qué maldito es el Hubiera

Solo era cuestión de bajarme del taxi y lanzarme al vacío. Pude haber caído en el abismo profundo de la vergüenza o, quizá, emprendía un vuelo hermoso junto a ella, que hasta ahora lo estaríamos disfrutando. O tal vez no. Tal vez solo nos besábamos con las ganas que ambos tuvimos esa noche. Pero solo tenía que bajarme de ese taxi.

Conociéndole a la Ana, posiblemente le habría caído mal esa declaración inesperada. Aunque, si lo pienso bien, la pudo haber estado esperando, porque en los meses previos, sí hubo cierta complicidad, incluso una conexión que a los dos nos hacía sentir especiales. Claro, especulo al hablar en plural, porque no fui capaz de confirmarlo con ella; solo era cuestión de romper lo que faltó del hielo, pero todo terminó congelándose en una tibia amistad. Tan paradójico y tan cierto.


La vi recién y pensaba, una vez más, en esto. Imaginaba que quizá conmigo pudo haber querido tener su segundo hijo, porque con su hija yo jugaba mucho, y eso a ella le encantaba, hasta el punto en el que, si perdía el miedo de caer estrellado en el hueco del bochorno, ella se habría ilusionado con darle un hermanito a su pequeña Sofía.


Qué maldito es el Hubiera, porque no debería existir. Pero aquí está presente, en la memoria de aquel amor por el que estuve dispuesto a entregar toda mi pasión. Pero de qué sirve imaginar aquella historia que solo tendría sentido si me hubiera bajado del taxi.


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