Mi primer viaje en el Metro de Quito

Escribir en presente no siempre es fácil. Es lo que intento hacer mientras viajo por primera vez en el Metro de Quito desde que se inauguró oficialmente el 1 de diciembre del 2023. Pero tengo calor, una mujer a mi lado tose y hace sonar su nariz congestionada. Apenas esos pequeños detalles me distraen y no me permiten escribir con tranquilidad.

Intento comenzar de nuevo. Es lunes 15 de enero. Voy a salir ahora desde Quitumbe, la estación en el límite sur del Metro de Quito, de su primera y única línea, hasta el momento. El calor bajó porque entra un airecito frío desde la superficie, supongo.


Una mujer policía se para al frente mío. Está pendiente de la línea amarilla de seguridad que bordea el andén de espera del tren. Siempre habrá riesgo de que alguien quiera acabar con su vida, atropellada o atropellado por el Metro. Lastimosamente, en algún momento va a ocurrir, aunque en esta parada no creo que será el escenario porque el tren llega lento, a unos treinta kilómetros por hora, tal vez.


El trayecto ya comenzó y el chofer nos da la bienvenida, informando que el viaje va en dirección de la estación El Labrador, es decir, la última parada al norte. Nos pide, sobre todo, que mantengamos limpio el tren.


¿Cuántas veces al día, a la semana, al mes, en su vida, tendrá que repetir la misma frase este señor anónimo, de voz con una amabilidad genérica? ¿Cómo será que enfrenta su monotonía de ir y venir, de sur a norte, a bordo de estos modernísimos trenes que solo necesitan ser activados con botones para movilizar a miles de personas diariamente?


A diferencia de mi viaje hacia Quitumbe, este trayecto hacia El Labrador está más relajado; no hay mucha gente, el calor es menos intenso y nadie me tose al lado. 


Otra vez la voz amable suena en los parlantes para pedir que los niños y niñas deben ir de la mano de sus padres “o debidamente sentados”. Justo al frente tengo una familia que ocupa los cuatro puestos de ese segmento del tren. Hay dos niñas. La más chiquita viaja arrodillada en el piso, apoyándose en el asiento donde pinta una hoja con varios lápices de colores que guarda en una cartuchera. Sus papás están atentos a lo que hace, seguramente parece una tarea, algo que les pareció más importante que la indicación del conductor del tren, porque la ignoraron completamente. Claro que las posibilidades de que ocurra un accidente en este sistema de transporte son muy escasas, pero si llegara a pasar, la niña tendría heridas muy graves. 


Pero mejor no ser fatalista. Mejor observo a mi alrededor y siento cierta sorpresa por viajar en un Metro aquí, en la ciudad donde nací. Cuando viví en Santiago ya me familiaricé con este sistema de transporte, pero aún no termino de asimilar que ahora lo comienzo a hacer en esta pequeña ciudad que intenta progresar poco a poco, esporádica y desordenadamente. 


“Su atención por favor. En breve reanudaremos la marcha de este tren, disculpen las molestias”, dice por los parlantes una voz grabada, y la misma frase aparece en las pantallas que están instaladas a lo largo de los pasillos, sobre los tubos en los pueden sostenerse los pasajeros que van de pie. Imagino que justo ahora que me subí de curioso al Metro, puede ocurrir alguna falla que nos obligue a permanecer debajo del asfalto quiteño. 


Pero esa idea puede ser la base para algún cuento en el futuro. Por ahora me preparo para bajar en El Labrador, donde también se va a quedar la familia que viaja al frente mío. La niña pequeña ya está sentada y va abrazada de su papá. Su hermanita más grande, pero también niña todavía, viaja al lado de su mamá, también apegadas ambas con cariño mutuo.


“Última estación: El Labrador”, son las palabras finales del chofer. Las niñas de al frente se emocionan y yo ya tengo que bajar.


Subí otra vez al tren, esta vez para volver un poquito hacia el sur. Serán apenas tres paradas para finalizar este primer viaje. 


Después de la incomodidad en el primer trayecto hacia el sur, fluyó mejor el relato, aunque no me quede tan contento con lo escrito. Supuse que esta experiencia iba a provocarme una inspiración distinta, pero, simplemente, hay que aceptar lo que surgió. Espero que en un próximo viaje también me acompañe la intuición.


Y cuando pensé que ya iba a llegar a La Carolina, el tren se detiene en medio camino, otra vez con la frase grabada de la señorita que pide disculpas. Otra vez imagino que nos quedamos atrapados treinta metros bajo tierra. Otra vez la ficción insiste que le preste atención.


Ahora sí llegué.


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