25 de diciembre

Leo a Jonas Mekas temprano. Es 15 de julio de 1945 en su diario de Ningún lugar adonde ir. Relata cómo tiene que soportar la estadía en campos de refugiados por donde está pasando, en su trayecto con el que busca, sin una ruta clara aún definida, algún destino donde pueda tener mejores condiciones de vida. Es un nómada obligado por la Segunda Guerra Mundial que está terminando.

Me interrumpen la lectura algunas voces que vienen desde afuera. Son los vecinos de las casas de al lado, quienes saludan efusivamente porque se encuentran después de muchos años. 


Por un lado están los vecinos de Bélgica, Giordano y Adrián, que están de visita en Quito por la época navideña y el fin de año con sus esposas e hijas. Por el otro lado están la Vero y el Miguel, esposos que viven en La Granja ya muchos años, y que tienen dos hijos y una hija viviendo en el exterior. Está presente sólo el mayor de ellos, Miguelito, que vive en Santiago de Chile.


Y yo me encuentro en la casa del medio, espiando a través de la cortina gruesa de mi habitación, aquella escena de un reencuentro casual de personas que se reconocen porque compartieron vidas en algún momento. Fueron vidas cercanas porque este es un barrio estrecho, de casas pequeñas y adosadas una con otra, donde inevitablemente vas a convivir, frecuente o esporádicamente, directa o indirectamente, con la gente que las habita. Aunque también fueron vidas lejanas, porque entre ellos no existieron las confianzas y complicidades necesarias para construir eso que conocemos como amistad, lo que sí ocurrió entre Giordano y Adrián con mis hermanos Alejo y Rober. Yo siempre he estado en el medio, más como espectador de esas relaciones tan importantes para ellos, que en estos días se vuelven a conectar de cerca, como en aquellos años donde formaron ese vínculo que la lejanía física no ha enfriado, ni resquebrajado.


Pero vuelvo a la ventana. Como espectador de ese encuentro en el que se intercambian las preguntas y respuestas de dónde vive ahora cada uno, de la cantidad de años que han estado fuera del país, de los planes que tienen para estos días. Siento envidia por ellos, que han tenido la oportunidad de vivir fuera y la han aprovechado. Me gustaría también poder tener esa suerte o valentía para hacerlo, depende del enfoque con el que se lo mire. Pero no pierdo la tranquilidad por eso. Tal vez en algún momento lo haga, o quizá solo siga viajando de vez en cuando a diferentes destinos del mundo, independientemente de dónde sea mi país de residencia fija.

Pero me parece muy interesante esta manera de comenzar el día de Navidad. Es una peculiar coincidencia que cuando apenas comencé a leer el diario de un viajero que tuvo que emprender una aventura forzada por la guerra, fuera del libro escucho y observo también a personas que emprendieron viajes sin obligación alguna, pero sí con convicción de aventurarse nuevos proyectos de vida lejos del barrio común en el que crecieron.


Y es más increíble aún que, mientras escribo parte de este texto, la escena que le sigue a la del reencuentro es la de Diego, el hijo del Giordano, un niño de unos once años, jugando en la calle, solo él con su pelota. Me vi a mí, porque eso mismo hacía yo, también a mis once años o quizás un poco antes, por varias horas, solo con mi pelota y con mi imaginación a plenitud, sintiéndome el centrocampista más talentoso del mundo y el goleador más efectivo que ha producido este deporte de multitudes que me aclamaban en mi fantasía, hasta que José Sánchez Parga, el abuelo de Diego, salía a putearme porque mi balón golpeaba fuerte la reja de la entrada de su casa y alteraba la paz que necesitaba para hacer sus tareas intelectuales.

 

Tal vez no estaría tan consciente de ese recuerdo si no me lo refería el Camilo, otro personaje de este barrio a quien pude ver también luego de muchos años, hace pocos días en una reunión que mi hermano Alejo organizó por la visita del Giordano. Dijo que se acordaba cómo yo pasaba horas y horas jugando al frente de su casa.


Verme en ese niño fue un flashback a una etapa de la vida en la que aún conocía poco de este mundo. Todavía no formaba mi propia jorga de barrio con la que acumularía los recuerdos más significativos de adolescencia, tenía contados amigos en el colegio, pasaba más en esos momentos solitarios, jugando e imaginando, con mi pelota en la calle o con los Gi Joes en la alfombra de la sala de estar de mi casa. 


Y aunque han pasado al menos unos veinticinco años de esa época, todavía me siento identificado con ese niño. Porque siento que todavía me falta mucho por conocer el mundo y la vida. La jorga del barrio aún existe pero ya sin el ímpetu de la juventud. Conservé pocos amigos del colegio aunque he conocido personas muy valiosas en los diferentes lugares por donde he transitado con frecuencia durante estas décadas. Pero lo más importante es que he vuelto a jugar solo e incentivando mucho a mi imaginación. El fútbol o los juguetes ya no son los elementos que la despiertan, porque he descubierto algo más fascinante que mantiene alerta a mi necesidad creativa: la cotidianidad, como Jonas Mekas lo promueve con su literatura y con su cine.


A la escena de Diego le siguió la del reencuentro de mi hermano Rober con el Adrián. No necesité asomarme a la ventana para verlo; solo escuché esa palmada fugaz pero intensa que se produce cuando las manos de dos hombres chocan con vehemencia y cariño, por la emoción que les produce saludar a los tiempos. Ellos son dos entrañables amigos que construyeron siempre un vínculo muy fuerte, a partir de experiencias compartidas desde el espíritu intrépido que ambos tienen en común. 


Al terminar de escribir este texto en mi celular, también van llegando mensajes de mi amigos de jorga, poniéndonos de acuerdo para encontrarnos en la noche, porque está de visita otro viajero, el Mauro que vive en Barcelona. Su presencia acá va a ser pretexto para vernos entre Granjeros. La mayoría vivimos en Quito o en ciudades cercanas (como el caso del Coco que está en Ibarra, a solo dos horas de distancia), pero nos vemos cada vez menos, como si viviéramos todos en países diferentes. Pero siempre habrán motivos para reencontrarnos.


Así comienza esta navidad. Creo que continuaré con mi lectura de Jonas Mekas mañana, en el recorrido al Zoo, cuando retome la rutina laboral de la última semana del año. 

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