Apuntes que traje de la playa


Transcripción íntegra de un texto escrito a mano en medio de un bosque tropical, con vista al mar.

*Juro que al abrir la libreta sentí un aroma a playa, que mezcla el olor artificial de bloqueador solar y la fragancia cruda de la brisa costera.

10 de septiembre del 2023:

Encendí el segundo Marlboro Rojo  rojo de la tarde para comenzar a escribir. Un bichito se acaba de posar sobre esta hoja naranja de la libreta que me traje a Ayampe para escribir. Otro bichito quiso caminar sobre mi antebrazo izquierdo donde está tatuada la primera frase que me impregnaron en la piel hace un año, me parece.

El tabaco se consume rapidísimo. Con solo escribir el primer párrafo se consumió prácticamente todo y le di solo unas cuatro o cinco pitadas. Me cuesta escribir a mano. Un poco porque estoy perdiendo esta costumbre humana maravillosa, y otro poco porque escribo incómodo, con la libreta apoyada sobre mi muslo derecho que está doblado igual que el izquierdo, porque estoy sentado en posición de meditación, tal vez.

Tomo sorbos de la pequeña lata de Stella Artois que compré en la tienda de Puerto López, que la traje junto con otras dos de la misma marca, más tres Heineken. Presumo conmigo mismo este hecho de traerme a la cabaña cervezas extranjeras, como un gesto insignificante de tratarme bien, aunque esa sea una idea, repito, insignificante y superflua.

Estoy en medio de un bosque de la costa ecuatoriana, en una cabaña que alquilé por tres días para descansar, para desconectarme un rato de la rutina del zoológico, para intentar reflexionar sobre mi presente que existe solo en su esencia efímera, porque, en realidad, solo somos constructores de nuestro pasado.

Así que, mientras me doy este momento placentero de escribir a solas, lejos de mi vida cotidiana, sentado en un balcón con una vista de vasta  pura vegetación selvática y con el mar de fondo que, en este preciso instante, a la vista no es más que una penumbra profunda, pero con el sonido inconfundible y sublime de las olas que llegan y se van de las orillas de esta porción del océano Pacífico que tengo cerca mío.

Al sonido del mar, sin embargo, se le impone la melodía eterna de grillos del bosque costero, y en ciertos momentos de pájaros invisibles, que los quisiera ver, aunque también disfruto imaginándolos. Pueden ser tucanes, porque tal vez mi cabeza evoca impulsivamente a esos seres maravillosos que son mis preferidos. Pero también pueden ser especies que nunca he visto, porque hacen sonidos que nunca había escuchado; cantos agudos que siguen un compás automático que, a veces, suena como llamados entre ellos para comunicarse, y otras veces parecen gemidos humanos, quizá de excitación por placer, quizá de exaltación por dolor.

También cruza cerca la carretera, que se encuentra en la mitad del área entre mi cabaña y el mar. Por un lado, se rompe el encanto de esta idea (romántica) de estar en la naturaleza desconectado de la civilización. Por otro lado, me da tranquilidad de saber que tengo facilidad de tomar camino hacia alguna de las playas que están cerca de Ayampe y aprovechar para pasearme bastante en estas cortas vacaciones. Además, por estar solo, debo admitir que me alivia no sentirme tan aislado del mundo porque no me siento muy apto para sobrevivir así, solitario, en medio de la nada.

A esta experiencia le llamo un retiro introspectivo, porque no quiero que sea un paseo más. Seguramente sueno cursi, o hippie, o patético, o presuntuoso, pero no se me ocurre otra denominación más apropiada para esta oportunidad que no la quiero desaprovechar.

El retiro responde a esta decisión de venirme solo a la playa, descartando incluso mi propósito inicial de traerla conmigo a la Celeste. Me habría encantado ser el primer testigo (privilegiado) de su primera vez en la playa, pero eso implicaba tener que estar muy preocupado de que ella pase bien, pero sin la ayuda de nadie el viaje se habría convertido en una experiencia diferente a la que tenía previsto.

Lo introspectivo es consecuencia del retiro, porque obligatoriamente voy a conversar principalmente conmigo. Nadie me acompaña como para tener un diálogo distinto a este monólogo que lo trato de plasmar justamente en este texto. Y no quiero dialogar conmigo acerca de los mismos temas que me generan angustias, indecisiones, temores o dudas cotidianas. Necesito observar, describir, imaginar, narrar esta experiencia de esta manera que me gusta.

Llegué casi al mitad de la tarde, a refrescarme con un buen baño, a vestirme cómodo y a leer "El vuelo de la reina", de Tomás Eloy Martínez. Este libro conseguí por la casualidad agradable de encontrarlo en una biblioteca instalada con una hermosa improvisación en el parque Metropolitano, un día antes de emprender este viaje, cuando paseaba con la Celeste y con su mamá en la caminata sabatina que acostumbramos a hacer. Quería un libro breve e interesante para traérmelo a la playa, como otra alternativa para aprovechar el tiempo en este retiro introspectivo. Por eso fue una casualidad agradable.

Vuelan polillas y mariposas, entre la luz encendida en el balcón donde me encuentro y la oscuridad del bosque, donde parece que también vuelan murciélagos porque un ser alado diferente a un insecto intentó aproximarse por un instante hacia donde estoy, pero enseguida se desvaneció en la penumbra.

No quiero que esto sea un diario. Eso no significa que tenga algo contra ese género, pero prefiero que sea simplemente un texto que ponga en palabras ciertas reflexiones y sensaciones que me genera esta experiencia que, insisto, quiero que sea significativa a pesar del corto tiempo que tengo para aprovecharla.




11 de septiembre del 2023:

Me enciendo el sexto cigarrillo de la cajetilla de diez que compré; el sexto en dos días. Mañana fumaré otros tres y el décimo seguramente quedará para fumarme en Quito, cuando llegue a casa.

A los tiempos que fumo así. La atmósfera playera despertó mi gusto por fumar que, seguramente, hará una nueva y prolongada pausa porque mi propósito firme es dejar de fumar como lo hice durante diecisiete años. No es que era un fumador compulsivo, pero lo hacía con frecuencia, pero ahora solo quiero hacerlo más esporádicamente, con excepciones a esta regla, como ha ocurrido en este viaje.

Y hablando de atmósfera playera debo decir que hoy la disfruté a mi manera. Primero, caminé muy temprano a las orillas del Pacífico en Ayampe, en una mañana gris y fría. Fría por el viento y fría por los ánimos de la escasa gente que también caminaba en la arena húmeda. Solo los perritos rompían ese tedio, con su energía inagotable y curiosidad milimétrica expresada en sus minuciosos olfateos y observaciones prolijas de su entorno, a veces acompañadas de ladridos instintivos.

Ayampe es una diminuta aldea al borde del mar, habitada por extranjeros, quizá la mayoría. Surfistas y aventureros se han establecido en sencillas cabañas y casas instaladas entre el océano y el asfalto de la Ruta de la Spondylus. Cuando comencé a notar estas características geográficas y demográficas se me ocurrió sacar mi cámara, para llevarme imágenes de aquellas sensaciones que me provocaban mi caminata.

Una mujer solitaria estaba sentada en la arena, enviando un audio a través de su celular. Eso me resultó paradójico por un momento, porque el lugar y el ambiente me hicieron sentir que me encontraba en un espacio desconectado de la rutina mundana, pero no necesariamente esto debe implicar estar incomunicado o aislado de la tecnología que ahora es imprescindible para la humanidad. Incluso yo, unos minutos antes de hacer esa reflexión repentina, había compartido una historia de Instagram con un video de breves segundos en el que el mar, el horizonte y un ave en pleno vuelo fueron los protagonistas.

Así que saqué mi cámara e intenté captar instantes que representen ese momento de reconocimiento de mi entorno. Aunque más que reconocimiento de mi entorno fue un reconocimiento de mí mismo, reflexionando sobre mi acto de fotografiar, que lo sigo disfrutando, pero intentando ser más concreto con mi mirada.

He estado acostumbrado a disparar deliberadamente, proyectando ráfagas extensas de un mismo plano, enfocando y desenfocando elementos de una misma escena, acumulando archivos enormes de imágenes que después los tengo que depurar con paciencia y con mucho tiempo. Debo admitir, además, que siento que esta la playa ya no conmueve tanto a mi mirada fotográfica, porque ya me ha deslumbrado mucho en ocasiones anteriores que ahora siento que podría estar cayendo en una redundancia innecesaria en mi archivo.

De todas maneras, el impulso que sentí en Ayampe por sacar mi cámara y registrar varios detalles y panoramas de su ambiente, respondió a mi interés por llevarme imágenes que aterricen la atmósfera que intento describir. 



En resumidas resumen, Ayampe me generó una sensación de serenidad. donde Sus habitantes conviven en un silencio con tono de mar, donde puedes sentirte seguro y ajejo al mismo tiempo. Porque no sientes riesgos que te acechen cerca, pero tu presencia pasa casi desapercibida por la gente con la que te cruzas, a menos que te sientes a tomar tu desayuno. Quizá esto es muy común en el mundo, que deambulamos por el mundo como extraños, a menos que necesitemos relacionarnos con los demás por algo puntual. Por amor, por obligación, por casualidad.

A media mañana, casi mediodía, fui a Puerto López. Quería ir a ver ballenas. Encontré a un señor que me ofreció el tour, pero con viaje hacia la "playa Turqueza" (ídem), de la que nunca había escuchado, pero que ha sido famosa en Tik Tok, según me dijo Freddy, de acuerdo a como me pidió que le grabe en mi celular, después de que descartamos mi embarque a la aventura que buscaba, porque él solo tenía previsto hacer el viaje a buscar ballenas y a la Playa Turqueza, a donde a mí no me interesó ir, pero quedamos en que yo me comunicaba más tarde para organizarnos para un próximo viaje.

Entonces solo me quedaba terminar de caminar en las orillas de Puerto López y pensar en otro plan para lo que quedaba del día. Llegué a la zona donde están los pescadores, a esa hora en su mayoría descansando porque su faena fue en la madrugada. Gran parte de ellos se reúnen en una de sus lanchas y conversan, mientras otros continúan despachando pescados desde un par de embarcaciones hacia un camión que se lleva el producto.

Esa parte del mar es un estacionamiento de lanchas, donde se acumulan decenas de estas embarcaciones que flotan con una ondulación que marcada por el ritmo del mar que se muestra tranquilo. Es como la respiración pac serena de un pescador que descansa con la satisfacción del deber cumplido, una semana jornada más.

No pretendía hacer fotos de ese ambiente porque una vez ya lo hice. Pero se me ocurrió hacer video con un par de reglas: planos fijos de diferentes escenas en aquel nicho de pescadores y que duren dos minutos exactos.





La idea es montar la atmósfera del núcleo de Puerto López, con una combinación de planos sincronizados como si sucedieran simultáneamente, para hacer una rep recreación que dure dos minutos exactos. Así que

Jugué y jugué haciendo ese registro que incluyó vuelos de las gaviotas vigilantes por presas en el mar o en los cajones de los pescadores. Capté a un grupo de ellos socializando en una lancha. También grabé a algunos que transportaban la mercadería hacia el camión, a un gallinazo ávido por carroña, al conjunto de lanchas ondulantes, con sus motores en pausa hasta su próxima misión.

Parecía que con eso concluía mi breve visita a Puerto López, pero se me ocurrió ir hacia el muelle que no conocía, y donde se veía gente concentrada en buen número. Pero apenas entré al sector donde comienza el muelle y me abordó un señor que me convenció fácil de tomar el viaje por viente dólares a ver ballenas y hacer snorkelling. Wilmar Parrales, dice la tarjeta que me entregó, con Gerente en mayúsculas, para dejar sentado su cargo en Orca & Tour, la operadora de turismo que me dio confianza para hacer subirme al yate en el que me fui con unas quince personas entre tripulantes y pasajeros.

Desde ese barco también grabé varios clips con la regla del plano fijo y los dos minutos. Claro que no me iban a quedar tan fijos los planos captados en la inestabilidad de esa embarcación, pero sí respeté sobre todo uno en el que perseguí a una ballena a la que se le veía casi superficial, recorriendo muy cerca del barco, hasta que se le ocurrió pegarse un salto monumental que lo grabé incompleto porque la sorpresiva acción del animal sobresaltó a todos, incluido el yate que me hizo perder el control del movimiento de la cámara. 

A pesar de la momentánea frustración que sentí por no haber podido registrar aquel instante irrepetible, fue una experiencia divertida que incluyó un momento de snorkelling que lo hice a medias. Es que sí me di el chapuzón en el mar, como siempre con bóxer y no con terno de baño porque nunca lo tengo listo cuando lo necesito, pero preferí no usar esas gafas y tubo que nunca los había usado, y en ese momento simplemente quería nadar y bucear un poquito por mis propias capacidades. Fue una refrescada necesaria.

Tal vez hoy he sonado más como un diario. No tengo problema con eso. Pero es importante insistir en que esa no es la intención de este texto. Por eso es necesaria esta aclaración que nunca existiría si estas palabras y estos párrafos que la anteceden fueran parte de un diario.



12 de septiembre del 2023:

Intento calmarme para escribir. Pero estoy calmado, en realidad. Pasa que esos mosquitos de mierda que rondan la vegetación cercana al mar me devoraron los tobillos y pies en treinta segundos. Apenas se ocultó el único sol que vi en estos tres días. Un sol especial, debo decir, aunque para ser más preciso, un sol que moría. Un sol visible en sus últimos segundos minutos, muy tomate, casi rojo, que primero lo percibí partido en la mitad. Después ya se completó pero solo para despedir el día. Y lo pude fotografiar y grabar en su último minuto antes de desaparecer.

Por un momento sentí esa casualidad como una señal, pero no tardé en pensar que estaba insinuándome una estupidez. No era señal de nada. Fue una casualidad y punto.

Me acechan los bichos mientras escribo. Moscos y diminutas polillas o mariposas se acercan a mi cuerpo bañado en repelente y me perturban. Además, apareció otro insecto, como una cucaracha que no es cucaracha, pero es el nombre que se me ocurre asignarle. Es negro, gordo y tiene algo como un aguijón grande en su boca, y en su trasero sale algo blanco que es como el ala de una mariposa que va a excretar. Horrible. Está en el piso y de un momento a otro desapareció. Tal vez está debajo del sillón donde me siento a escribir y me da miedo que trepe por alguna de las patas de la madera o bambú que compone la estructura del mueble, así que me levanto a escribir sentado en la baranda del balcón de la cabaña. El café ya debe estar listo.

El café ya está listo y ahora acompañará mi escritura. Será, además, mi merienda con un paquete de galletas Oreo. No hay hambre para nada más.

Imagino al protagonista de un cuento al que se le pegan sin misericordia los insectos. Le estremecen, le incomodan, le desconcentran pero siente que debe seguir escribiendo. No importa si comienzan a chupar su sangre, poco a poco, hasta secarle, pero siente que debe estar escribiendo continuar aumentando su texto.

Cada vez son insectos más grandes, cada vez siente más las picadas, las aguijoneadas, las mordidas. Sus piernas se entumecen con un hormigueo tan intenso que hasta le da risa. Pero debe seguir escribiendo.

Extrañamente, mientras más se le incrustan los insectos en su piel, más se concentra en su redacción y no quiere parar. Algunos vuelan y chocan contra su cabeza y se van enredando en su pelo. Es como si la inspiración habría tomado forma múltiple, en cada uno de estos seres extravagantes y efímeros, porque mueren instantáneamente después de atacar al humano que escribe un cuento sobre sus miedos.

El protagonista es un niño que cree que todo le va a salir mal. Que a alguien que quiere le va a pasar algo malo. Que algo trágico está esperándole para convertirlo en víctima, más temprano que tarde. 

El cuerpo comienza a pesarle al escritor. Ya son cientos de bichos aferrados a su piel. Solo su rostro se mantiene ileso. Su espalda ya está entumecida y no puede moverse, aunque sus brazos y manos funcionan a la perfección y él sigue con el cuento.

Sin embargo, de un momento a otro, ya no resiste más y siente una picazón extrema en sus piernas que le obligan a rascarse con furia. Otra vez tiene movilidad de su cuerpo, y solo se frota con intensidad hasta que algunos picados comienzan a sangrarle, pero a él no le importa porque ya no aguanta. Al mismo tiempo empieza a llover, cada vez más fuerte, y los grillos con los sapos emiten un sonido estridente y acompasado que le desespera al escritor.

El cuento quedó inconcluso en una parte en la que el niño pro decide enfrentar su miedo a la muerte, invocándole ahorcándose con la corbata preferida de su papá, mientras el escritor intenta gritar pidiendo auxilio, pero no le sale ni un grito, más bien siente unas fuertes náuseas que le hacen vomitar un líquido verde oscuro tornasoleado. Luego de eso no había sentido un alivio tan placentero para dormir tranquilo y al día siguiente continuar con la redacción del cuento.

* * *
Los ánimos están muy inestables hoy. En realidad, los ánimos no son muy buenos hoy. Para ser exactos. Me parece Durante todos estos días he sentido una tensión que yo la explicaría como inseguridad. No sé si he descansado o solo he trasladado y acentuado mis temores en este viaje. Mis temores a no poder poder estar solo, a perderme, a lo desconocido. Creí que viajar solo me serviría, y do de cierta manera sí ha funcionado para leer, para escribir todo esto, aunque en este punto me siento muy errático. Mi letra es horrible y tengo muchos tachones. Es como que mi inseguridad o fragilidad se plasma sobre esta libreta y tengo miedo - otro miedo - de colapsar. Además, que  me asaltó un cansancio intenso que lo debería solucionar durmiendo, pero no quiero.

Destapé la penúltima cerveza de las que traje, aunque no la disfruto. Antes de abrirla estuve en el dilema de hacerlo o no, o simplemente irme a acostar, y aquí estoy intentando contrarrestar esta incómoda sensación. Mañana se acaba mi descanso y tendré que regresar a la rutina de siempre. A la cotidianidad que no me motiva pero que me obliga  a asumirla, una vez más.

Las cosas se han dado así y no puedo revertirlas. De lo que estoy seguro es que habría disfrutado mejor esta experiencia con la compañía de alguien, pero ese alguien no está. Ese alguien no existe, espero que por ahora, porque también tengo miedo de estar condenado a quedarme solo en la vida.

Ya sé que debo valorar y agradecer por tener esta oportunidad de darme estos días de retiro introspectivo. En definitiva eso sí sucedió, sí dediqué el tiempo a ese propósito, aunque eso no significa que el resultado tenga que ser positivo. Tampoco me ha ido mal, pero sí tengo una frustración que se manifiesta en la intranquilidad que no se va. Es una ansiedad molestosa que responde a mi expectativa de que mi vida se vuelva más interesante, para seguir encontrándole sentido, para encontrar pulsiones de vida indispensables que no permitan que me rinda.

Pero las cosas son como son. Intento asumir esta experiencia como algo que debía concretarse, porque la tenía en mis planes desde hace rato y se cumplió. Me sostendré en ello para poder acostarme tranquilo el día de hoy esta noche, esperando que el descanso me permita mañana seguir el camino con algo de optimismo, insistiéndome, una y otra vez hasta convencerme, de que nada cambia, si nada cambia, como leí en el muro de Huertomanías alguna vez.

Seguimos.




















Comentarios

Entradas populares