#CRÓNICA | Tobi: el perrito futbolista de Iguiñaro




Apenas suena la última sirena del día de clases, salta a la cancha el polifuncional Tobi. Qué fea palabra es polifuncional, pero no se me ocurre otro que este horrible término típico del argot futbolero. Argot también es feísimo; una palabra que presume ser elegante, pero suena a algo mal escrito.



Entonces, Tobi es polifuncional para atacar, polifuncional para defender. Salta, observa, corre, espera, muerde suavecito el balón; le pone muchas babas y corazón a cada jugada, como esos cracks legendarios que forjan su fama con dribles, regates y piruetas. Es un Todos contra el Tobi, o viceversa. Sus contrincantes le toman en serio como rival y le respetan como colega de pasión. Es que esa cancha de la Escuela Azuay de Iguiñaro, una comunidad pequeña en El Quinche, se vuelve escenario de una intensa disputa en la que sus protagonistas se divierten entre ellos y divierten a sus espectadores.








La única regla del partido es jugarse completo cada intento por eludir o detener al rival. Tobi lo entiende claramente y aplica eso en toda jugada que se pone en marcha, mientras rueda o vuela esa Mikasa que tiene toda la pinta de reliquia de fútbol barrial. 


Es un vaivén increíble, porque no puedes creer que Tobi toma tan en serio su papel; es un perrito futbolista, pero también podría ser un futbolista que optó por tener vida de perro. Depende del enfoque con el que se lo vea. Lo mismo pasa con el entorno de la cancha. Entre lo rústico y deteriorado de su piso y paredes sucede un momento irrepetible, aunque Tobi juegue ahí casi todos los días con sus amigos y amigas. Según la perspectiva, este puede ser un patio de escuela más en el mundo, o puede ser un estadio mágico donde un perrito se convierte en futbolista. Cursi, pero cierto. 



Los tiempos no cambian en el fulbito. Los tiempos aquellos en los que el juego dependía del dueño del balón, en este caso, la dueña, quien ya se tuvo que ir a casa y acabó el partido. Tobi vuelve a la realidad, la Escuela va quedando abandonada hasta el día siguiente y yo disfruto registrando esta anécdota en imágenes y contándola con la libertad que me confieren las palabras. Así es como la cotidianidad hace sentir su encanto. 



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