La persona más vieja que recuerdo

Doña Anita era pequeñita y arrugadita. Tal vez teníamos una estatura casi igual, cuando yo era niño. Sus arrugas se notaban bastante peculiares, especialmente sobre su labio superior, con una piel áspera y un bigotito no tan visible, cuando sonreía al saludar. 

En realidad, sonreía siempre, y sus ojitos se achinaban cada vez que lo hacía. Entonces, las arrugas que se formaban en su mirada, su pelo largo y blanco, sus sacos de lana y faldas largas de tela de paño, completaban esa imagen de viejita tierna y risueña con la que la evoco.


A Doña Anita le visitábamos, de vez en cuando, con toda la familia en su casita donde vivía con la Lola, su hija y una integrante más de nuestro clan, porque le ayudó a mi mamá a cuidar a sus cinco hijos y con el paso del tiempo ya la sentimos como una hermana más. Así que por eso también Doña Anita era muy importante para todos.


No conversaba mucho, era tímida y se sonrojaba con frecuencia. Cuando hablaba era un deleite escuchar su voz muy aguda, que parecía fingida, como si estuviera haciendo la voz de un personaje jocoso de una obra de títeres para niños. La Lola tenía que repetirle frecuentemente, casi gritando, los Cómo ha pasado Doña Anita, Cómo está de salud, Qué es de sus gatitos y sus gallinas, que mis papás le preguntaban, porque no escuchaba bien.


Y entonces ella tenía breves respuestas, los Aquí pasando, pasando, señora Esperancita, Todo bien, sin novedad, gracias, Viviendo para no ser soberbia, que los decía casi siempre con una risita y con un tono que sonaba a tranquilidad y resignación. Es que doña Anita vivió resignada a una vida humilde, junto a su hija, sus gatos, sus gallinas y nadie más. Nunca hemos sabido más detalles de su larga vida que terminó en un cuarto de hospital hace unos cinco años, cuando su edad se le vino encima con alguna enfermedad que la mandó a descansar en paz.


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