Volado pero no cojudo

 La noche se puso divertida desde las cervezas después de la merienda. Habíamos acabado una larga jornada de una búsqueda fracasada de ranitas en Angamarca, un pueblo recóndito del centro de la sierra. Estaba con dos biólogos, una bióloga, mi amiga diseñadora del trabajo y una voluntaria del proyecto ambiental por el que estábamos allá.


Después de unas cuantas rondas de cerveza nos fuimos del restaurante en el que saciamos la sed, pero creímos oportuno hacer una fogata con canelazo, en ese frío casi de páramo que se sentía en las noches de Angamarca. Ya terminaba el último día de los tres que estuvimos explorando los campos.


Con el fuego encendido, el trago preparado y el ambiente distendido, decidimos sacar unas barajas para jugar cuarenta. Uno de los biólogos era gringo, así que él solo decidió mirar mientras jugábamos. Yo formé equipo con la colega y novia de él, mientras mi amiga diseñadora jugó con el otro biólogo. La voluntaria quiso ser la jueza de aguas.


En medio de esa reñida disputa con las barajas, vi que el gringo le pasaba un tabaco electrónico a su novia, y mi curiosidad me hizo preguntarles qué era. Se trataba de marihuana en cápsulas, con diferentes medidas y tipos de esa hierba, según el nivel de relajación o entretenimiento que necesitaban; en otras palabras, una sofisticada manera de seguir divirtiéndome que no desaproveché, y no tuve empacho en pedirles que me dejaran probar un poco. Eso no hizo más que mejorar mi concentración y sentido del humor, hasta el punto de reírme hasta llorar dos veces, mientras avanzaban las rondas y las revanchas del cuarenta.


De pronto, en un momento de pura risa, el biólogo contrincante trató de sumar doble en una caída que les aproximaba al 38 que no juega, tal vez pensando que me encontraba en un estado que no me iba a permitir darme cuenta de la trampa. Así que, sutil pero firmemente, le dije: “Oye, ¿qué estás haciendo? Estoy volado, pero no cojudo”.


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