Le Tucán

Las canastas eran pequeñas. Si mal no recuerdo era de plástico, con el diseño tradicional de la canasta de mimbre, de un tamaño preciso para que quepa una hamburguesa  normal y su respectiva porción. Claro, ahora digo hamburguesa normal desde el recuerdo de un adulto, pero de niño esa hamburguesa era maravillosa, enorme, exquisita, el símbolo de que era un día grandioso. 

Mi mamá era de las “en la casa hay”, la mayoría de veces cuando queríamos salir a comer afuera. Era frustrante cuando nos quedábamos con las ganas de sentir el gusto de comer en un restaurante. Pero cuando de verdad no había comida en la casa, Le Tucán solía ser una de las opciones frecuentes para ir a comer en familia, cuando éramos apenas siete. Apenas.


También era sitio de fiestas, como la del cumpleaños de uno de mis mejores amigos de la escuela. Sobre todo conservo la imagen de él, con un pantalón café, camisa verde y descalzo, con medias blancas, subiendo y bajando la resbaladera del parque que había en un patio trasero del restaurante.


Le Tucán era un restaurante de estilo gringo clásico, de esos ambientados en los años 60 o 70, tal vez, con rocola, con una barra en la que te atendía la cajera, o donde la mesera recogía las órdenes para despacharlas a los comensales. No recuerdo la música, pero probablemente sintonizaba con el concepto del espacio. En la decoración predominaban el blanco y el rojo en las mesas, en los asientos de cuero, en los papeles que iban dentro de cada canasta y hasta en los sorbetes. 


Hablando de sorbetes, succionarlos fue uno de los placeres más intensos de mi infancia. Porque además de esas hamburguesas increíbles, hacían unos milkshakes muy buenos, de fresa, chocolate y vainilla que los absorbía con lentitud para que me duraran una eternidad. Nunca volví a probar algo igual, algo tan agradable como esas buenas sensaciones de compartir entre toda la familia, que se quedaron en ese lugar que cerró después de varios años, cuando ya era un restaurante típico de comida rápida en Quito, cuando los planes de vida de todos en la familia comenzaron a dispersarnos más por la vida, aunque eso no significa que hayamos perdido la costumbre de juntarnos a comer, de vez en cuando, algo que nos encanta, con lo que saboreamos esas evocaciones de aquellas épocas sabrosas. 



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