La casa de mi infancia

Las fiestas de adolescencia de mis hermanas mayores tuvieron espectadores infaltables de primera fila: mi hermano Rober y yo. Con nuestras cabezas metidas en los cuadrados que forman los pequeños barrotes de base de los pasamanos de la casa, observábamos lo que significa divertirse cuando uno es grande. Con el soundtrack de salsas, merengues y cumbias, veíamos en la sala a los amigos, amigas, novios, primas, primos, demostrar sus talentos y deficiencias para el baile, coquetear con y sin vergüenza, brindar, reír, y de vez en cuando miraban a ese par de guambras en los pasamanos, queriendo, muy probablemente, que ya nos fuéramos a dormir.



La casa de mi infancia era grande y estrecha. El pasamanos donde el Rober y yo curioseábamos las fiestas era el segundo de los tres bloques de escaleras que subían y bajaban los cuatro pisos de toda la casa. De todos los pisos, el de más abajo, donde están la cocina, el patio y la sala, era el más amplio. Rincón de origen de la exquisita comida casera de mi mamá; área de novenas navideñas; escenario para bailar con mis hermanos Tiro al blanco, siempre alrededor de la mesa del centro de la sala, mientras corríamos con raquetas en mano, imaginando que disparábamos a cualquier blanco, o Mr. Roboto, creyéndonos el personaje de aquella legendaria canción de rock, o Pecos Bill, con toda la mímica incluida para representar la historia de un vaquero bonachón, siempre alrededor de la mesa del centro de la sala.


En el segundo piso estaba el estudio, donde había la biblioteca de la casa, en la que acaparaban el espacio varios ejemplares de la Enciclopedia Monitor y una de Salud, donde buscábamos siempre la página de un tomo en el que aparecía una lengua enferma, no sé por qué ni para qué. Además, estaba la chimenea que alguna vez mi papá intentó prenderla y solo llenó de humo toda la casa. Sobre la alfombra central, yo ubicaba a mis GIJoe’s a jugar partidos épicos de fútbol, en los que les obligaba a patear y cabecear canicas, y cuando el encuentro terminaba, la cancha se transformaba en una diminuta ciudad con pistas y edificios miniatura para los Micro Machines, mini carritos coleccionables de modelos hermosos, como el carro casa que aún conservo.


El tercer piso era el de los dormitorios de los cinco. En el cuarto más pequeño de la casa entraban una litera y una cama para que durmamos mis hermanos y yo. Al Alejo, el mayor de los tres, le gustaba convertirse en un personaje que hablaba como Alf y tenía forma de fantasma, aunque del color turquesa de la sábana que se ponía e iluminaba solo con una linterna desde la cama de arriba de la litera, para transformarse en ese ser que no me acuerdo si tenía nombre. Y ahí también jugábamos a la misa. El Alejo, esta vez, se convertía en cura y con el futbolín como altar adornaba todo lo necesario para que el Rober, su monaguillo, y yo, su feligrés, nos sintamos en ese ambiente del que no nos hartábamos todavía, aunque mi mamá no nos dejaba faltar ni un solo domingo a la misa verdadera. Hasta hicimos una procesión a lo largo y ancho de todas las escaleras de la casa.


En el otro cuarto del tercer piso dormían mis hermanas mayores. La cama de la Katty siempre tendida, con posters de Chayanne o de los New Kids on the block, prolijamente ubicados en su lado de la pared. La cama de la Andrea no estaba tendida siempre, y a veces tenía cierto desorden alrededor. También tenía posters de sus cantantes favoritos, como Magneto. Ambas camas fueron espectadoras de peleas épicas entre mis hermanitas, quienes, a pesar de los gritos y del fuego cruzado con lo que primero encontraban sus manos, siempre se han llevado y querido bien.


El cuarto piso, finalmente, era el de la habitación de mis papás, del que tengo, sobre todo, el recuerdo de la tele al lado de la cama, donde vi el mundial de Estados Unidos 94. Fueron tardes soleadísimas, de intenso calor en el cuarto porque los rayos de las primeras horas de la tarde entraban perpendiculares a través del ventanal que da a la calle. 


Cuando comencé a ser adolescente, la casa creció también, porque mis papás decidieron construir un piso más. El quinto piso es más amplio que todos, menos del primero, donde está la base de la casa Reinoso Morales, en la que, casualmente, están los dos rincones donde la unión de la familia se siente al máximo.


Tal vez esa ampliación fue el punto de inflexión entre la época más emotiva de mi casa de infancia y la etapa en la que ahora sigue siendo la casa de mis viejos, donde el paso del tiempo, sencillamente, sigue siendo fabricante de hermosas nostalgias.




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