Una historia extraña

Mi viejo en el mar. No es un título, aunque suene como tal. Ni tiene nada que ver con Hemingway y su famosa obra; solo suena parecido. Mi viejo en el mar es una frase simple aunque contundente para mi memoria; contundente en la evocación que trae de una mañana, o tal vez ya mediodía, a orillas del Pacífico.

Estábamos con mi familia en Tonsupa, disfrutando de un día despejado, cada uno en su momento de ocio. Mi mamá leía un libro gordo, sentada en un cómodo asiento alquilado con su parasol; mis sobrinas, de unos 6 años más o menos, hacían huecos y montículos en la arena; mi cuñada tomaba el sol, sentada sobre su toalla, acompañada de mi hermana y dos primas ya adultas, quienes gozaban entre ellas con el humor negro que les caracteriza; mi hermano, iba saliendo del agua después de algunos chapuzones que se dio; yo me zambullía en algunas olas medianas, ya pensando en salir; mi viejo, en el mar.


Qué feliz es mi papá en el mar. Recuerdo que desde que éramos pequeños, mis dos hermanas, mis dos hermanos y yo, el quinto, tratamos de perder el miedo al mar, con la motivación que nos daba mi viejo, zambulléndose y mostrándonos cómo se disfruta verdaderamente de aquella inmensidad de agua salada. A pesar de ser pequeño, nunca le vi tener problemas en disfrutar al máximo las olas, aprovechando, claro, la agilidad que le brindaba su pequeña estatura.


Así que ese día, mi viejo en el mar era una escena común y corriente, porque en esas aguas tranquilas esmeraldeñas mi papá simplemente se divertía como de costumbre. Hasta que sobrevino el pánico. 


Yo no sé en qué pensaba mientras iba saliendo, cuando noté que mi mamá corría desesperada gritando “mi marido, por favor, mi marido”. Mi corazón se aceleró y regresé a ver hacia el sector donde mi viejo en el mar se divertía, y alcancé a verle cómo alzaba una de sus manos pidiendo auxilio, mientras su frente calva y canas casi ya no se alcanzaban a ver porque el mar le iba absorbiendo.


La tensión me paralizó y creo que solo por eso me limité a mirar lo que ocurría. Además, vi que mi hermano ya había corrido enseguida a ayudarle a mi viejo en el mar, al tiempo en el que mi mamá seguía con sus gritos desesperados, pidiendo que alguien más de las cientos de personas que se encontraban allí pudieran auxiliar en esa emergencia. Mi cuñada, mi hermana, mis primas y mis sobrinas también observaban con desesperación el suceso.


Mi hermano logró llegar donde mi viejo en el mar, quien estaba exhausto, según contó, y ese cansancio se apoderó de ambos porque, según relató mi hermano también, se les habían acabado las fuerzas para resistir, y habían perdido piso. Sin embargo, los dos coinciden en que sintieron un impulso como de alguien que llegó a empujarles unos metros hacia afuera, hacia donde ya pudieron pisar, aunque a mi mamá nadie le hizo caso en las súplicas de ayuda que regó por aquella playa. 


Solo en esa semana, otras dos personas habían muerto ahí mismo. Así contó un vendedor de aretes que se detuvo para curiosear.


Mi mamá, tan católica desde siempre y para siempre, obviamente sostiene que fue el ángel guardián de mi viejo en el mar, o de mi hermano, el que les dio el empujoncito crucial que salvó sus vidas. Una de mis primas, bastante escéptica con la religión, aunque no atea, dijo que sí le pareció ver a una persona o un ente cerca de ellos cuando pudo notar que ya lograban volver a la orilla. El resto de testigos de uno de los sustos más intensos de la historia de mi familia no entendemos de dónde surgió aquel impulso salvador. Realmente no importa encontrar una explicación y de lo único que estamos seguros es que no queremos volver a ver a mi viejo en el mar.


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