En una sola cuadra

Un vendedor de variedades está sentado en la esquina, con unas tres mesas frente a él, en la vereda, sobre las que se despliegan diferentes objetos que vende, pero que no les observo directamente. Solo me doy cuenta que apenas tiene cuatro paquetes de mascarillas celestes, colgados en una pared azul intenso, que hace el contraste perfecto con las mascarillas. El vendedor descansa arrimado a la pared, con esos resquicios comerciales del Covid detrás suyo.

Un cuidador de carros sentado en su silla blanca de plástico. No le falta su chaleco verde reflectivo. Mira hacia abajo de la calle, aburrido o cansado. Una plaza desolada es el fondo de esta escena de un hombre para quien un feriado significa reducir sus ingresos, porque la demanda de parqueaderos en la zona disminuye drásticamente. 


Un señor sube lento por la vereda que pasa por fuera de dos torres de departamentos. Usa bastón y no se le ve aún anciano. De lejos se nota que lleva algo en la manos y, recién, cuando pasa al lado mío me doy cuenta que carga una bolsa parecida a un suero, con una sonda que sale de su chaqueta; pienso que, tal vez, necesita diálisis y apenas acabó de salir de alguna clínica u hospital cercano. O quizá es de esas bolsas que llevan personas que ya no tienen intestino donde almacenar sus excrementos. No estoy seguro si alguna de esas dos posibilidades es real; dejo instalada esa duda, mientras observo el semblante del señor, que lo noto algo decaído sin llegar a considerarlo demacrado, e imagino que “pudo haber tenido una vida de excesos y ahora solo siente las consecuencias”.


Un viejito está parado en la puerta de la panadería que está en la esquina donde termina la cuadra. Es un viejito encorvado, vestido con terno, aunque sin corbata. Me queda, sobre todo, un chaleco verde de lana que está puesto como complemento del terno. Es calvo solo arriba de su cabeza, tiene lentes negros de marco grueso, un bigote algo prominente y una mirada dispersa, aunque no perdida, porque, de todas maneras, me observa pasar o, más precisamente, creo que mira a la Celeste. También se sostiene en un bastón, como el señor anterior, pero él se mantiene estático, con su figura de abuelito conservador, con unos pasteles artificiales a su espalda, que no se ven para nada apetitosos en la vitrina de aquella panadería.


Finalmente, yo. Me identifico con ellos en su soledad, a pesar de que camino con la Celeste. Siento que es un momento especial, del observador obstinado que quisiera sacarles fotos a esos personajes y la composición que forman en ese fragmento de vida cotidiana donde les encuentro, pero puedo registrarles solo con la mirada y la memoria. Y me doy cuenta que, entre todas las opciones que tengo para narrar o contar algo que me llama la atención, esta vez me da ganas de escribir para describir, para no dejar que esta experiencia espontánea se me escape entre los recurrentes olvidos que provoca la arbitraria rutina.

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