#CINE | Alcarràs: el entrañable retrato de un destierro simbólico

 

Fotograma tomado de fotogramas.es

Los espectadores de cine estamos acostumbrados a mirar películas donde pasan cosas. Y en toda obra pasan cosas, solo que existen algunas historias que necesitan ser observadas con paciencia, en escenas de duración prolongada para construir un ritmo que haga sentir al espectador en el ambiente del film y tenga tiempo de sentir una cercanía con cada personaje.

Esa es la reflexión que inmediatamente me genera Alcarràs, película dirigida por Carla Simón. Un filme ganador del Oso de Oro en Berlín. 

Un cámara íntima, cercana y, de cierta manera, confidente con los personajes, hace un retrato de la cotidianidad de una familia campesina que vive de la cosecha de melocotones, especialmente. Pero ese retrato es el dispositivo escogido por la directora para mostrar una realidad que nadie de la familia quiere afrontar: el final de su vida como agricultores, por la llegada de la modernidad, cuyo símbolo es, en este caso, la instalación de paneles solares en el terreno.

La poesía del lenguaje cinematográfico encuentra un territorio preciso para que la historia se desenvuelva en un escenario luminoso, colorido, fotogénico desde sus pequeños detalles hasta los planos generales de paisajes deslumbrantes de un verano intenso. Pero más allá de las recurrentes escenas en exteriores donde predomina la presencia de un sol sofocante, el verano se siente en la manera cómo los personajes se relacionan con ese escenario.

Comenzando por las niñas y los niños, que se destacan con soberbias actuaciones, son personajes tan imaginativos y auténticos, que disfrutan de la casa familiar como su mundo mágico, adentro y afuera con sus interminables juegos. Los jóvenes y los adultos, mientras tanto, sienten la tierra como tal, con su poder de proveer los frutos que les brinda el sustento, desplegando incansables esfuerzos por aprovecharla al máximo hasta que la modernidad lo permita. Y el abuelo, el dueño de casa por ley y de la tierra por el amor que le guarda a esta, siente una persistente nostalgia que le produce el inevitable desenlace de la historia casi implícita que sostiene a Alcarràs.

Carla Simón recurre a un cine directo para construir este retrato pausado, de montaje lineal, con espontaneidades que despiertan risas, asombros, indignaciones. El ritmo lento de esta película es una virtud, porque se acopla al ritmo real que caracteriza a la atmósfera del campo. De todas maneras, la serenidad que predomina en la mayoría de escenas, donde se sienten mucho esos silencios que acentúan más el ambiente rural tan particular, es contrastada con el ajetreo de las cosechas y el entusiasmo bullicioso de la vida en familia.

Alcarràs es cine puro porque no necesita recurrir a estrategias narrativas extraordinarias para hacer una representación poética del paso del tiempo, de la forma en la que el mundo nos impone sus condiciones a las que debemos adaptarnos y de las relaciones humanas en un espacio tan familiar con el que cualquier espectador puede identificarse.

 

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