#Crónica | La puñalada que necesitaba

 “Es el minuto 115 de la final de la Copa del Mundo. Francia tiene una oportunidad más para empatar el partido”. Comienzo a acordarme de ese momento tenso y crucial del último partido de Qatar 2022 y, de pronto, alguien me detiene bruscamente, me empuja y me gira hasta mirarlo de frente. Con un cuchillo mediano, como esos de cocina para cortar verduras o frutas grandes, levantado con su mano derecha en posición de ataque, me grita con vehemencia: "dame el celular, hijueputa".

Ese alguien es un tipo churón, creo que de mi estatura. Lleva una chompa negra con el sello del Barce, mi equipo querido. Su expresión en el rostro mezcla ira e impaciencia. “Presta el celular, chucha, muévete”, me dice, alzando la voz y mirándome a los ojos, ya con cierta desesperación. 


Yo me retiro los audífonos, asustado, pero tranquilo, asimilando esa inesperada y abrupta interrupción a mi momento de relajamiento de la mañana; una mañana más en la que camino tranquilamente hacia la parada de la buseta que me lleva al zoológico para un nuevo día de trabajo.  “Argentina vs. Francia”, el episodio más reciente del podcast Así como suena, llega al clímax del relato. Son las 6h15, más o menos.


Y entonces, llega la puñalada. 


El tipo, al que le llamaré Freddy, el primer nombre que se me ocurre inventarle para darle cierta identidad, me clava el cuchillo en mi hombro izquierdo. Midió su fuerza porque no fue una estocada muy profunda, o, al menos, así siento esa inesperada agresión. Pensé que mostrarme el cuchillo era solo para intimidarme y apurarme a entregar el teléfono.


"Tranquilo", le digo a Freddy mirándole a sus ojos bien abiertos de rabia. "Pasa, chucha, el celular", insiste. "Tranquilo", le repito, mientras pienso en la casi inevitable situación de verme obligado a entregarle a Freddy mi celular que me sirve tanto para divertirme, para trabajar, para distraerme. "Me va a tocar endeudarme en uno nuevo. Qué huevada", pienso y analizo todo eso en 2 segundos, o tal vez menos.


Otro piquete con el cuchillo, en el mismo brazo, pero mi hueso que está al lado del hombro - creo que la clavícula - impide que sea otra herida profunda. "Muévete, chucha", vuelve a decirlo Freddy, y yo, con inaudita serenidad, me resisto a sacar el teléfono de mi bolsillo derecho, porque no lo quiero perder. Llega un tercer "tranquilo", de mi parte.


Y entonces, arranco mi huida.


Impulsivamente, empujo a Freddy mientras comienzo a correr, solo enfocado en alejarme enseguida del tipo. Pienso en el café que llevo en el bolsillo interno de mi chompa naranja del Zoo. Seguro se va a regar gran parte porque con cualquier movimiento brusco del termo en el que siempre llevo, su contenido se derrama fácil y bastante. Así perderé la mitad de mi desayuno. La guayusa con mate van seguras en el termo del otro bolsillo, porque ese sí es bien hermético.


Escasos segundos después, y apenas unos cuatro metros recorridos, siento que el cretino me cruza su pie a una de mis piernas para que caiga y, al fin, consumar su fechoría. Pero no logra derribarme ese instante, sigo corriendo, hasta que unas cuatro o cinco zancadas más adelante ya pierdo el equilibrio y vuelo hasta el piso. Mi mano izquierda impide que me estrelle de cara. Siento que mi mochila se raspa fuerte contra el pavimento, mientras me desplazo por la inercia de la caída, con mi lado izquierdo del cuerpo, sobre ese suelo negro, irregular y áspero.


Solo pienso en levantarme al instante para terminar de huir de Freddy, pero también siento que estoy jodido, que ese imbécil me va a quitar el celular y, muy probablemente, también la vida. Evadirle el asalto a un ladrón armado siempre será desafiar a la existencia, invocar a la muerte y cometer una imprudencia.


Y entonces, no sé qué sucede.


Mis ojos aún están perdidos en el remolino de mi escape y caída, cuando siento que Freddy está a pocos centímetros de mí. "Ya valí mierda", pienso, pero sin rendirme, porque pretendo levantarme enseguida y seguir corriendo. 


No sé qué sucede; Freddy se detiene y se aleja. Al menos eso intuyo porque no le regreso a ver. Mi mirada está enfocada hacia adelante, al camino que tengo que seguir recorriendo para dejarle atrás, aunque mis oídos están muy atentos a sus movimientos que cada vez se perciben más lejanos. Lo último que logro escuchar de la presencia de Freddy es su cuchillo deslizándose rápido por el piso y un "verga, hijueputa". 


Gané.


No entiendo qué le detuvo y ahuyentó a Freddy. En los breves segundos que duró mi huida, quizá unos trece máximo, nadie caminaba en la calle  donde sucedió todo. Me imagino muchas hipótesis; quizá actuó a tiempo el ángel de la guarda que mi mamá tiene contratado para cada miembro de la familia, a quien le paga con oraciones diarias y mucha devoción.  O quizá fue mi amiga Mónica, que falleció hace dos años, quien pudo haberse hecho presente para salvarme, de alguna manera inexplicable; o mi tío Vicente, o mi abuelita Judith, o mi tío Raúl, desde donde se encuentren, igualmente interviniendo de alguna manera inexplicable y providencial.


También puede ser que por casualidad, aunque yo no lo haya notado, alguien apareció por el sector y eso le asustó a Freddy. O, sencillamente, este batracio desistió por sí solo en su intento de dejarme incomunicado, endeudado y muerto.



Hasta ahí estuve


Pese a lo crítico o violento de la situación que viví ese miércoles 28 de diciembre del 2022, tempranito, no lo sentí como susto en el sentido exacto de la palabra. Todavía me sorprende la tranquilidad y audacia con la que actué. 


Mi serenidad fue tal, que pocos minutos después de poder escapar de ese infeliz, yo pretendía ir a trabajar normalmente porque creía que las heridas de aquel incidente no eran graves ni profundas. Además, tenía varios pendientes que hacer y concluir en el Zoo.


Caminé un buen tramo más de mi trayecto habitual para llegar hasta la parada del recorrido a Guayllabamba, pensando qué hacer. Ya me había revisado mi hombro apuñalado, luego de que la adrenalina del momento se desvaneció y entré en consciencia de la violenta acción de alias Freddy. Mi buzo beige del uniforme estaba empapado de sangre en la zona del hombro izquierdo, lo que me hizo considerar ir a un hospital, aunque también pensé que alguien del equipo veterinario del Zoo podría coserme.


Pero el brazo comenzó a doler y eso frenó mi indecisión y mi caminata, así que avisé que no iba a llegar a la parada y pedí un Uber para ir al hospital.


"Y hasta aquí estuve", me dije, cuando esperaba que me atiendan en el hospital, lo cual no demoró. Hasta aquí estuve con mis lamentos o molestias sobre mi situación actual de la vida. 


He deseado morir algunas veces, rendido ante el miedo de quedarme solo, ante la incertidumbre que me provoca el divorcio que afronté hace poco, ante mi agobiante inseguridad que, de todas maneras, cada vez me acobarda menos, gracias a la terapia psicológica que tengo. Pero con lo relatado en este texto, me he terminado de convencer de lo importante que es vivir el presente, de valorar a quienes te valoran, aunque tengas que darte cuenta de eso cuando suceden -valga la pena el cliché- desgracias con suerte como esta.


Apenas la tarde anterior a este episodio de mi vida, yo andaba también caminando, después de regresar a Quito desde el Zoo, con cierto sentimiento de molestia, amargura, desazón y pesimismo, tal vez por cansancio, tal vez por tristeza, o tal vez porque, simplemente, no todos los días podemos estar contentos o tranquilos. Pero así me sentía y no me habría importado si me pasaba lo que me pasó al día siguiente.


Pero, insisto, hasta ahí estuve con esa postura pusilánime ante la vida. Cómo no puedo darme cuenta que ese asalto fue una sacudida definitiva para convencerme de que eso de desear morir o de dejarme ganar por momentos de desasosiego, solo es perder el tiempo y ceder a una cobardía que realmente no es mía pero que se apodera de mí.  


En el hospital, cuando mi papá -que me fue a buscar luego de avisarle lo que ocurrió- tomó la chompa para revisar las marcas del cuchillazo que me hizo alias Freddy, nos dimos cuenta que la rajadura en el hombro izquierdo no era la única huella de asalto; también descubrimos un corte a la altura de la costilla que, muy probablemente, el delincuente la hizo en esos segundos de mi huida, cuando aún me tuvo cerquita, antes de caer, intentando clavarme una punzada mortal. No lo consiguió, porque ya me había dado la puñalada que necesitaba.


















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