Hace 38 años

 La melancolía debe ser hereditaria. Así lo intuí hoy, después de escuchar el relato de cómo murió mi abuela, hace treinta y ocho años. Me lo contó su hija, mi madre, con los detalles suficientes para suponer esa conclusión.


Mis papás ya habían comprado la casa en La Granja donde, finalmente, iban a instalarse para toda la vida, los seis Reinoso Morales, dos años antes de que yo complete los siete. Mi abuelita Rosa estuvo viviendo con ellos durante cinco años en Miravalle, la casa que mi tía Marianita compró. 


En las vísperas de la mudanza a La Granja, mamá Rosita, como a veces le llama mi madre a mi abuela, había expresado su deseo de que la lleven con ella, con una tristeza que no la podía ocultar. Seguramente el miedo a la soledad le acechaba y fue lo que debilitó su corazón.


Fue una mañana cuando Esperanza, mi mamá, escuchó que algo o alguien cayó en el piso. Fabián, mi papá, también oyó lo mismo y quiso aliviar el susto creyendo qué tal vez alguno de sus hijos o hijas botó algo al suelo, pero la tragedia no tardó en suscitarse cuando mi prima Mónica, quien había estado durmiendo con Rosita en uno de los dormitorios de Miravalle, corrió a avisarles que su abuelita se había desplomado en el piso. 


Aquel ruido tempranero que estremeció a mi mamá en esa mañana del 16 de junio de 1984 fue, en realidad, la última manifestación de vida de mi abuela, o la primera exclamación de su muerte. Su corazón dejó de latir repentinamente; la tristeza ya no tuvo más cabida en su ser; esa inevitable melancolía que acarrea, a veces, el transcurrir de la vida, con sus cambios, despedidas o decisiones que implican pesares inevitables, prefirió hacerla descansar eternamente y desplegar su recuerdo en los corazones de quienes tuvieron la dicha de conocerla.


Yo no puedo recordarla porque no la conocí, pero la imagino tierna, noble, humilde y amorosa, a través de esos rasgos que siento directamente en mi madre y en mis tías. Ojalá, mamá Rosita, pueda estar leyendo estas líneas de reflexión sobre ella, sobre el recuerdo permanente al que hace alusión mi madre sobre su madre, y sobre el cariño que me despierta, pese a que solo vive en mi imaginación y en mi corazón.


La melancolía debe ser hereditaria, insisto. Y ahora, después de haberme detenido a escuchar con atención la recreación de esa escena triste, lo reafirmo. Pero no es una apología a la tristeza, sino un homenaje a esa sensibilidad que siento que me ha heredado, como una cualidad necesaria para entender y valorar mejor la importancia de ese lazo afectivo que nos constituye, llamado Familia.

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