De visita en “La Piojera”
“¡¿Y a esta piojera me
trajeron?!”, dijo un expresidente de Chile cuando llegó a un restaurante al que
le llevaron en el centro de Santiago. Así cuenta la leyenda de este lugar, cuyo
nombre se atribuye a aquella exclamación de Arturo Alessandri Palma, antiguo
mandatario chileno que estuvo allí presente en 1922, cuando el local ya
funcionaba alrededor de 26 años.
Lo cierto es que “La Piojera” no es solo un restaurante; puede tener muchas
definiciones, dependiendo de la perspectiva de cada visitante. Por ejemplo, al ver
a ciertos borrachines apostados en el alto portón exterior, uno entiende que
está llegando a una cantina.
Eso se confirma al entrar por un
angosto pasillo, desde donde se escucha un murmullo masivo y hay que esquivar a
transeúntes mareados por efecto del Terremoto. No, no se trata del fenómeno
natural tan habitual para los chilenos, sino de un coctel tradicional de ese
país y producto emblemático de aquel sitio.
Pasos más adelante, cada persona
que llega ya está atrapada en la caótica atmósfera de “La Piojera”. En un
rincón de un patio interior, repleto de hombres y mujeres ensimismados en
sorbos instintivos de terremotos y en infinitudes de diálogos, una pareja de
ancianos, cada uno con su trago en mano y con ojos de sueño, observan la
eufórica risa de una chica que acaba de besar a un hombre vestido con una
camiseta negra de escasa tela, para exhibir orgullosamente los tatuajes de sus
brazos.
Atravesar el patio es solo la
antesala del verdadero caos. Adentro, en el salón principal, no existe una sola
silla vacía en la veintena de mesas que acaparan el corazón de “La Piojera”. Lo
que sí puede existir es una silla voladora, a menos que intervenga
oportunamente un mesero para interrumpir esa violenta intención de un sujeto gordo
que se movía lento y por inercia, y quien buscaba agredir a otro belicoso hombre,
de cabellos ensortijados y piel morena.
Un rotundo y retumbante “¡fuera,
fuera, fuera!” sacó a los peleones del bar. Ellos desfilaron por una calle de honor
formada, involuntariamente, en la larga fila de gente sedienta por un terremoto
y sus respectivas réplicas.
A contracorriente de los
expulsados, a la cantina entraban dos fornidos meseros, abriéndose paso entre
el gentío. Ellos empujaban un carro de supermercado colmado de canecas llenas
de pipeño, un vino tradicional chileno,
de consistencia turbia, elaborado generalmente de manera artesanal y de corto
proceso de fermentación, cuya variedad blanca es el licor esencial para el
terremoto.
Los botellones no demoraron en
vaciarse apenas llegaron a la barra de “La Piojera”. Sobre el largo y húmedo
mesón, muchos vasos de plástico, casi treinta, con generosos trozos de helado de
piña en su interior, estaban listos para llenarse de pipeño. Y en cuestión de contados
segundos, el hábil y ágil pulso del barman fue colmando los envases que
almacenan aproximadamente medio litro de bebida. El terremoto se completa con
un poco de granadina, para darle su color rojo.
Después de soportar la
desordenada pugna de ávidos consumidores, sobre aquella melosa barra, para lograr
pagar y conseguir un vaso, y luego de sortear el desordenado tumulto, para
evitar que se derrame el tan apreciado producto de “La Piojera”, es cuestión de
buscar algo de comodidad en un rincón y, sencillamente, contemplar. Deleitarse contemplando a la gente del
entorno, como a un héroe de media tarde, con espíritu de bailarín, que convocó
a la muchedumbre, incluidos a quienes comían en uno de los salones del lugar, a
rodearle en círculo y gozar al verle como subía y bajaba con movimientos descoordinados,
al ritmo de alguna canción imaginaria, porque esa tarde no había música en el
bar.
Detrás de la montonera de
espectadores de ese improvisado show, los dos ancianos que estaban adormilados
pocos minutos antes, salían de su letargo al discutir como un par de
adolescentes. El señor lanzaba una cadenita de oro al piso, mientras su cara se
enrojecía de furia y la señora no paraba de batir con el sorbete los restos de
espuma que dejó el terremoto en su vaso.
“La Piojera” es un popular sitio
de Santiago de Chile, recomendado a turistas y frecuentado por sus muchos de
sus habitantes. Cada persona, cada pareja, cada grupo de amigos que se instalan
indefinidamente en las mesas del bar, son testigos o protagonistas de
innumerables e impredecibles historias que ocurren allí; todo por el simple pretexto
de tomarse un terremoto.
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