Tu presencia será eterna, Abuelita...

La tarde estaba tan despejada, pero el cielo no lucía tan radiante como su mirada. Pese a que el trajín de sus noventa y nueve años le tenía postrada en su cama, con poca expresividad en su semblante, mi abuelita Judith mantenía la lucidez.

Esa tarde mi visita a La Loma era especial. Quería despedirme de ella porque yo estaba a pocos días de partir de casa, de viajar lejos para cumplir un sueño. Mi papi, mi mami, mi hermano Robo, algunos de mis tíos y tías y yo, compartíamos una de esas incontables y amenas conversaciones de domingo, siempre en torno a la presencia de la abuelita.

Mi corazón quiso quebrarse cuando le di un beso en la frente antes de irme; mi pá, de pie y detrás mío, advertía con un susurro de resignación, que "quizá es la última vez que le ve". A mi má se le humedecieron los ojos, porque entendió el significado de ese instante, pero también se alegró porque mi abuelita, cada vez con más dificultad para hablar, logró despedirme diciéndome "la bendición", gracias a esa lucidez que nunca la perdió.

Transcurrieron contadas semanas para que lo expresado por mi papi se convierta en una certeza. Inmediatamente, mi mente se trasladó a ese momento que aquí evoco. La impotencia de no poder estar cerca de mi padre, para poder abrazarle con fuerza y hacerle sentir el amor que le tengo, quebró mi corazón, pero enseguida sentí la tranquilidad que me transmitió la abuelita con esa última bendición que recibí de su alma bendita, y que me seguirá regalando con la omnipresencia que le ha otorgado Dios.

En mis cortos 29 años, tuve la posibilidad de conocer a una sola abuelita, a Emma Judith Reinoso, el pilar de una familia a la que tengo el privilegio de pertenecer. Cuánto me habría gustado también gozar de la presencia física del abuelito Huguito, de mamá Rosita, como mi mami le dice a mi abuelita materna, o del abuelito Jacinto. Sin embargo, en mis tíos y tías, así como en mis primos y en mis primas, he podido sentirlos, y confirmo que la mejor herencia que uno puede recibir en vida, es la grandeza de espíritu de tus antepasados.

Esa grandeza de espíritu en la abuelita Judith se manifestó en su leal devoción católica que mis padres no han dejado de inculcarme, en ese amor auténtico que repartía a sus allegados, en ese fino humor tan inocente, en esa alegría que despertaba en toda la familia cada vez que nos reencontrábamos, o en ese consomé navideño, ahora preparado por mi tía Silvy con la misma exquisitez y que cada año es imprescindible para regocijar el alma e incrementar el orgullo de ser Reinoso.

A mis papis, a mis tías y tíos, a mis ñañas y a mis ñaños, a mis primas y a mis primos, a toda la familia le imagino cantando "Mama Vieja", esa zamba que muchas veces hemos cantado a todo pulmón y que hoy más que nunca cobra sentido para despedirle a la abuelita.

"Yo sé que por las noches, desde una estrella me mira, usted se fue para el Cielo y mi alma llora y suspira". Ese suspiro tiene que ser la tregua necesaria del dolor de la partida, para dar paso a la serenidad que implica tener un nuevo ángel en el Cielo, quien nos guiará y protegerá en cada paso que demos, junto a papá Dios, a la Madre Dolorosa, al tío Neto y al abuelito Huguito.

¡Descansa en paz, querida abuelita Judith!

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