Ni con brazos, ni piernas; solo con voluntad

“Lo difícil para mí es solamente cuando estoy en mi cuarto, me quedo encerrada y me pregunto: ‘¿será que vienen a sacarme?’”. Esa es la única inseguridad que acecha cotidianamente a María León, una mujer que no tiene brazos, ni piernas. Cada mañana necesita que alguien le ayude a levantarse, bañarse, vestirse y quedar lista para ir a su quiosco, donde vende chales, gorros, bufandas, pañuelos y otros productos textiles bordados por ella. Su madre, su esposo o su hija, siempre están pendientes de ella para ayudarla. 

El pequeño negocio de María se encuentra en un placita del centro histórico de Quito, en una zona de intensa actividad comercial y de oficinas. Es en la intersección de las calles Espejo y Guayaquil, donde ella ha trabajado desde hace 37 años. Cuando tenía 6, pedía caridad por idea de su padre. “Me aburría, no me gustaba, me sentía mal”,  me cuenta María mientras sonríe recelosamente. 

Para no quedarse sin ingresos, decidió vender caramelos, pero no registraba muchas ganancias, por lo que con el tiempo fue aumentando su oferta con boletos de juegos de azar muy populares en Quito durante los 90, como la ‘Quini 3’ o ‘La Gorda’; también tenía cartillas de la lotería. A eso se dedicó durante unos 15 años. “Maduré de muy niña. Mi padre me enseñó a ser responsable desde muy pequeña”.

A María le llamó la atención el trabajo de los artesanos que también venden en la calle diversos artículos, por lo que decidió aprender a hacer pulseras y collares. Compró los mullos y el hilo respectivo, siguió al pie de la letra las técnicas para elaborar esos accesorios y ahora es experta en ese oficio; además, se convirtió en una habilidosa tejedora. Todo lo hace con su boca o con su quijada apoyada en uno de sus hombros. 

Gracias a esas capacidades desarrolladas y por el apoyo de una autoridad local, María tiene desde hace algunos meses su espacio propio – una pequeña caseta colmada de mercadería -  para ganarse la vida con la venta de sus creaciones y de otros productos adquiridos a comerciantes de ropa. Siempre está acompañada por su mamá, su hija de once años y alguna de sus hermanas. 

Un problema que nunca fue tal

-          “¿Cuál es el problema que tiene específicamente?”
-          “¿El problema?... Yo nací así, no hay ningún problema”.


Esa respuesta de María a mi ingenua pregunta, me demostró que aunque una persona con sus cuatro extremidades completas perciba la situación de María como un problema, para ella no lo es. “A mi mami no le supieron decir por qué yo había nacido así”,  explica esta mujer de 43 años.  “Dios sabrá por qué. Dios tiene un propósito para cada uno de nosotros”, expresa convencida por su fuerte devoción cristiana.

María nació en Quito, en el barrio San Blas, el 9 de abril de 1971. Fue criada en Puéllaro, localidad rural de la ciudad, de donde es originario su padre, quien se dedicaba a la agricultura como  principal medio de sustento. Cuando la familia empezó a crecer, la familia León se trasladó a la zona urbana de Quito. María es la mayor de ocho hermanos, cinco mujeres y tres varones.

Desde pequeña, ella fue consciente de que no tenía las mismas facilidades de movimiento o de acción como los demás. Por ejemplo, recuerda que al principio “comía como perrito”, pero a sus ocho años aprendió a  apretar la cuchara con el hombro, ayudada de su quijada, y así desarrolló esa manera de alimentarse.

Igualmente, al ver a sus hermanos ir a la escuela y hacer sus tareas, María se sentía capaz de educarse igual. Sin embargo, su papá no estaba de acuerdo. “En vez de apoyarme, me desapoyaba”, comenta mientras se ríe un poco. La razón radicaba en una percepción tradicional, tan retrógrada como absurda. “Antes decían que porque nosotros somos discapacitados, no podíamos hacer nada”, lamenta, aunque cree que “no era por culpa de él, sino por la ignorancia”.

María tuvo que rebelarse contra la postura de su papá. Primero aprendió a utilizar y manipular los esferos y lápices, tal como lo hacía con las cucharas. Después, una profesora del sexto de grado de su hermana Rocío, le enseñó a María el abecedario y los números. Con esa pauta, ella continuó formándose con libros autodidácticos, para aprender a leer, escribir y resolver operaciones matemáticas. “No soy una persona analfabeta”, lo dice orgullosamente. Ese fue su punto de partida para sobrellevar una vida que no conoce mayores limitaciones.

Ver a María sentada en su silla de ruedas, te hace preguntar, “¿cómo vive esa señora?”. Su testimonio lo responde, porque ella se motiva diariamente con la consigna de que “solo trabaja la mente y nada más”.


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