Ahí, en la Plaza

“Madrecita, acordarase de mí cuando vaya al Cielo. Y si no llega, yo no me he de olvidar de usted”, le gritó un señor a una monja. Él estaba sentado en una banca de la Plaza de la Independencia de Quito y aparentemente era un mendigo porque tenía una apariencia deteriorada, con un rostro algo sucio, cabello un poco alborotado y su vestimenta parecía no estar limpia. Ella caminaba apurada, con un traje café y velo blanco. Escuchó la súplica del sujeto justo cuando pasaba caminando, de espaldas a mí, frente a la Catedral. Los testigos de esa escena fueron los elegantes ancianos que encuentran en la plaza su sitio predilecto para el diálogo político, el chisme de barrio y la discusión deportiva. 
 A los pies de la Catedral, en las gradas de piedra dura y grisácea casi negra, estaban sentadas desordenadamente unas ochenta y tres personas. Parecía que admiraban un espectáculo frente a ellos, porque la mayoría divisaban hacia la parte norte de la Plaza, con sus rostros radiantes por el tibio sol de las tres de la tarde que en ese momento regalaba el celeste cielo quiteño.

Más allá, como si estuviera en su casa, una señora vagabunda descansaba sobre uno de los asientos del lugar. Apenas la vi, recordé que ya la había visto antes, aunque más precisamente, ya la había olido antes, cuando un día pasé cerca de ella en una escena parecida a la que veía en ese momento: una mujer solitaria, de mirada inexpresiva, arrimada en una columna con sus pies extendidos al suelo, perdida en un mundo donde pocos notábamos su presencia.  Percibí ese hedor que desafortunadamente  distingue a gente que probablemente no se baña durante mucho tiempo, no se cambia de ropa y, por lo tanto, los olores de sus fluidos corporales y el del mundo callejero se mezclan y se impregnan en la persona. Su infeliz condición le ha producido una imagen que esconde un semblante tierno por su cara rechoncha de pómulos rosados y ojos verdes,  complementada con un cabello ensortijado y corto.
Continúo mi andar por la Plaza más representativa de Quito, porque tiene en sus alrededores al Palacio de Gobierno, Palacio Arzobispal, Palacio Municipal y Catedral. Además, en el medio se levanta un monumento en honor de la gesta heroica del 10 de Agosto de 1809 que dio la independencia al Ecuador; allí se erige, en la parte superior, la figura de una dama con corona de laureles que eleva a lo más alto una tea que simboliza la libertad.
Ese entorno arquitectónico de esencia histórica que habita en la Plaza de la Independencia, es el atractivo que convoca diariamente a turistas de todas partes del mundo. Un grupo de unos quince extranjeros, todos rubios y todas rubias, quizá estadounidenses, alemanes o rusos, caminaban juntos, deteniéndose para captar imágenes del paisaje urbano que les envolvía, circunstancia que me despertaba un poco el orgullo de ser quiteño, aunque no me conmovía tanto como la presencia de dos chicas que descansaban en uno de los jardines de la plaza. Me llamó la atención su imagen sencilla y atractiva que hallé en los rostros de ojos negros brillantes de ambas, quienes probablemente venían del extremo sur del continente por el acento que alcancé a escucharles cuando conversaban a pocos metros de mí; revisaban minuciosamente un mapa con el que seguramente estaban recorriendo la ciudad.

La Plaza de la Independencia es un espacio con vida, cada vez que sus visitantes llegan y se quedan; cuando unos se van y otros regresan.  Es imposible quedar satisfecho con la percepción de una visita, siempre permanece la curiosidad por descubrir más protagonistas de ese escenario cotidiano que parecería abordar una obra de teatro interminable.

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